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Londres: el precio de la improvisación

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Eduardo Barajas Sandoval
25 de octubre de 2022 - 05:01 a. m.
"Entretanto, no cabe duda de que, como puede suceder en otras partes del mundo, el Reino Unido está pagando el precio de la improvisación y renovando el espectáculo de la precariedad de la clase política. Sólo que allí, en virtud del sistema, tienen cómo corregir las cosas a tiempo".
"Entretanto, no cabe duda de que, como puede suceder en otras partes del mundo, el Reino Unido está pagando el precio de la improvisación y renovando el espectáculo de la precariedad de la clase política. Sólo que allí, en virtud del sistema, tienen cómo corregir las cosas a tiempo".
Foto: AP - Daniel Leal
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Aunque el espectáculo que presenta hoy la política británica sea desastroso, los regímenes parlamentarios, y el británico que lo es por excelencia, tienen la ventaja de que se pueden corregir a tiempo, y de raíz, las improvisaciones y desaciertos de los novatos en el arte de gobernar.

Lo anterior quiere decir que si un nuevo gobernante se equivoca en sus propuestas políticas y sus decisiones afectan severamente la vida del país, no puede seguir en el oficio y se tiene que ir de una vez. Así deja el camino abierto para que venga otro que lo haga de manera adecuada, o por lo menos aceptable. Entonces el precio de las equivocaciones lo paga quien las haya cometido, en lugar de que lo tenga que pagar todo un país.

Ocurre allí algo muy distinto y menos traumático de lo que sucede en regímenes presidenciales donde, después de intensa competencia de caudillos, alguien termina escogido para que gobierne a su acomodo por un período fijo, pase lo que pase. Periodo durante el cual, si no está familiarizado con el ejercicio del gobierno, o no tiene mayoría suficiente en el legislativo, termina por negociar apoyos que producen decisiones colmadas de remiendos, según el precio político de cada transacción. Con lo cual naciones enteras no solamente deben pagar de inmediato las consecuencias de un mal gobierno, sino que han de esperar varios años antes de volver a una nueva discusión ciudadana sobre quién deberá gobernar.

El espectáculo actual de los conservadores británicos comenzó en 2015, cuando después de gobernar en coalición con los demócratas liberales, obtuvieron un mandato para gobernar por su cuenta, bajo la jefatura de David Cameron, con la oferta de orden y estabilidad. Sólo que, desde entonces, no han podido cumplir con ese propósito. Su trayectoria ha terminado por parecerse a la de democracias volátiles contra cuyos cambios advirtió entonces Liz Truss. Sin presentir que la revista The Economist de esta semana haya puesto ahora a la misma Liz en su carátula como guerrera de otra época, con escudo roto y una mezcla de símbolos italianos y británicos bajo la leyenda: “Welcome to Britaly”.

En un discurso de la exitosa campaña de 2015, ante una algarabía de provincianos exaltados, Cameron ofreció un referendo para consultar si los británicos querían o no seguir en la Unión Europea. Al cumplir su promesa de consulta, y a pesar de que hizo campaña en favor de la permanencia, se llevó la misma sorpresa de londinenses y escoceses ante el triunfo del Brexit. Entonces tuvo la decencia de renunciar, pero dejó desatado el desorden que había prometido evitar.

Theresa May, escogida dentro de las filas conservadoras conforme a la tradición de que cada partido se las arregla dentro de su período para ejercer el mandato popular, quedó a cargo de la sorpresiva salida de la Unión Europea. Entonces hizo lo mejor que pudo hasta ceder el liderazgo ante el ímpetu de un personaje carismático y extravagante que se ha creído el Churchill del Siglo XXI, aunque le falten casi todas las condiciones del original, pero cuyo atractivo condujo a una incuestionable victoria conservadora que le renovó el mandato al partido hasta 2023.

El espectáculo tragicómico del gobierno Johnson, y los motivos vergonzosos que lo obligaron a renunciar, han sido parte del drama de la decadencia de la clase política de nuestra época. Pero las cosas no se detuvieron ni mucho menos con su salida, pues el intento por continuar con el mandato popular que el partido recibió en 2018 ha sido una de las catástrofes más inverosímiles de la vida pública británica, acompañada por la coincidencia del fallecimiento de una reina legendaria que de alguna manera dejó huérfano al país.

Conforme a los rituales del partido, cuyo mandato expira en 2023 salvo que haya, como puede haber en ese régimen parlamentario, elecciones generales, una serie de candidatos se disputó primero el favor de los diputados del partido. Entre ellos salió victorioso Richi Sunak, de origen indio, ministro de hacienda de Johnson. Pero luego los militantes, que tenían la última palabra, escogieron a Liz Truss, con su proyecto de bajos impuestos y alto crecimiento.

El proceso político quedó interrumpido a los dos días por la muerte de la reina. Pero al salir del duelo oficial el gobierno anunció cambios fiscales, para los que Truss y su amigo el ministro de hacienda obraron según su intuición y su ingenio y no acompañaron el análisis de una Oficina de Responsabilidad Presupuestaria ni tuvieron en cuenta al banco central. En cuestión de horas “se asustaron los mercados”, cayó la libra esterlina, aumentó el costo de los préstamos del estado y las tasas de interés hipotecarias subieron súbitamente.

Sin que la primera ministra dejara de insistir en que su fórmula era correcta, y en lugar de justificar plenamente sus razones, cambió al ministro para poner otro que echara para atrás las medidas y quien tranquilamente llegó a hacer lo que le parecía, ante un parlamento atónito de ver la falta de coordinación dentro del gobierno, mientras ella guardaba silencio. Ante una moción para explicar las razones de cambio de ministro, Truss dejó primero el podio a una diputada de su partido y luego en lánguida conferencia de prensa no pudo convencer a nadie. Encima de todo, su ministra del interior se tuvo que ir por violar el código ministerial de manejo de documentos, y muchos diputados conservadores se sintieron obligados de la peor manera a votar en favor del fracking, para ganar alguna votación, contra lo que había sido política del partido. El gobierno duraría menos que una lechuga en un supermercado, dijo un periódico. Y así fue.

Mientras la oposición reclama la celebración de unas elecciones generales que aclaren de una vez el panorama y permitan que los ciudadanos escojan el rumbo a seguir, los conservadores hacen uso del privilegio que tienen de designar quién los represente como primer ministro. Vuelven a jugar los mismos de antes, manos Truss, pero en la lista podría aparecer otra vez Boris Johnson, como si nada hubiera sido indigno hace unas semanas, por sus conductas reprochables, pero ahora ya no.

Los relevos de gobernantes en el sistema parlamentario son por lo general de proyectos políticos o al menos de equipos, no solamente de personas. Así que, de antemano, o bien existe un “gabinete en la sombra” que ejerce oposición con la prerrogativa de estar debidamente enterado de lo que haga cada ministro y mantiene al día propuestas alternativas para cada cosa, o ya se sabe que al interior de los partidos hay grupos de especialistas, conocidos, no improvisados, que eventualmente se pueden ocupar de uno u otro aspecto del gobierno con solvencia y conocimiento.

Lo anterior significa que, si hay elecciones generales, el partido hasta ahora de oposición entraría de una vez a gobernar, con un equipo que se ha mantenido al tanto de los procesos que debe atender el gobierno y tiene propuestas listas para poner en práctica, no al ritmo de lo que le suene al oído a uno u otro improvisado ministro que se envanece al llegar al gabinete, sino conforme a un proyecto de partido. Y si no hay elecciones generales, los conservadores tendrán que sacar de sí mismos una nueva cosecha de propuestas que sean coherentes con el programa que les dio la mayoría, corrigiendo de paso los traspiés de los últimos meses con propuestas adecuadas y no con discursos que suenen bien, porque ya se sabe que con eso no basta.

Entretanto, no cabe duda de que, como puede suceder en otras partes del mundo, el Reino Unido está pagando el precio de la improvisación y renovando el espectáculo de la precariedad de la clase política. Sólo que allí, en virtud del sistema, tienen cómo corregir las cosas a tiempo.

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