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La cuestión de los inmigrantes altera el mapa político de Suecia. El avance del radicalismo nacionalista y xenófobo en Europa no es noticia nueva, pero es fenómeno creciente que adquiere significación política en diferentes países, y exige tratamiento acertado y oportuno antes de que sea tarde. La suerte de diferentes procesos democráticos comienza a depender precisamente del rumbo que tome la controversia sobre las migraciones. Y Suecia, como abanderada histórica de la acogida a migrantes y asilados, es un terreno de alta significación en esa materia.
La semana pasada causó regocijo el hecho de que una mujer hubiera llegado, por primera vez, a la jefatura del gobierno sueco. Magdalena Andersson resultó elegida como primera ministra, y su gobierno, aunque minoritario, era viable siempre y cuando la coalición que presidía se mantuviera, de ahí en adelante, unida.
Horas después, causó revuelo el hecho de que Magdalena hubiera renunciado al cargo. Su condición de género afortunadamente no tuvo que ver con ese desenlace, originado más bien en la lógica implacable del funcionamiento del poder en el sistema parlamentario, que exige la garantía de apoyo político suficiente para toda propuesta legislativa. En este caso, como suele suceder dondequiera que se vaya a decidir sobre el reparto de los recursos públicos, el punto de discordia fue el del presupuesto. Sin apoyo suficiente a su proyecto, se tuvo que ir, al menos por el momento.
No cabe duda de que, más temprano que tarde, se aprobará un presupuesto y seguramente la misma jefe de los socialdemócratas presidirá otro gobierno minoritario hasta que lleguen las elecciones generales de 2022. Pero el reto más importante que deberá enfrentar será más bien el del avance de un factor que va en contravía de la tradición de apertura hacia disidentes, refugiados y solicitantes de asilo, procedentes de países en crisis, que ha caracterizado a Suecia.
Como la entrada de personas venidas de diferentes regiones del mundo, con sus características y tradiciones, mal podría consistir en una simple adhesión al modelo de una sociedad nórdica, es natural que el encuentro con los suecos produzca efectos culturales de doble vía. Además, resulta inevitable que en la vida cotidiana salgan a flote rasgos propios de las afiliaciones culturales y prácticas religiosas de los extranjeros, que pueden ser objeto de diferentes lecturas y reacciones.
La sociedad sueca, que se ha enorgullecido tradicionalmente de vivir conforme a valores inspirados en la solidaridad social, sobre la base de un modelo de bienestar generalizado y a través de servicios públicos financiados con una fiscalidad incisiva, ha disfrutado de un amplio consenso sobre esos principios. De manera que no solo el partido socialdemócrata, hegemónico a lo largo de varias décadas del XX, sino el de los moderados, el conservador, el Liberal Popular, el de izquierda, el antiguo comunista, el de centro, el ligado a la Suecia rural, el demócrata-cristiano y el Verde, han sido fieles al modelo, en lo fundamental, sin perjuicio de interpretaciones y ajustes.
No han faltado, claro está, momentos de crisis en los que alguien ha podido llegar a pensar que el sistema colapsaría para dar rienda suelta al neoliberalismo, pero ello no ha ocurrido. En cambio, las migraciones contemporáneas van produciendo un efecto preocupante, entre otras cosas por el surgimiento y avance de un partido que saca provecho de las inquietudes que el fenómeno suscita y, a la manera de partidos equivalentes en otros países europeos, plantea propuestas incompatibles con los principios y valores tradicionales de la sociedad sueca de las últimas décadas.
Suecia comenzó a aceptar inmigrantes de otros países nórdicos a raíz de la Segunda Guerra Mundial. Luego aceptó personas procedentes del Irán afectado por la revolución islámica, chilenos huyendo de la dictadura y refugiados de las guerras yugoslavas, entre otros. Hasta que llegó el momento en el que se advirtió que el país no podría seguir recibiendo gente al ritmo de las nuevas oleadas migratorias que golpean a la puerta de Europa sin que ello llegase a desequilibrar un sistema de bienestar diseñado para un proceso histórico diferente. Esa fue la coyuntura en la que apareció el partido de los Demócratas Suecos como catalizador del descontento y protagonista de propuestas de corte populista que plantean un remezón a las tradiciones políticas imperantes hasta ahora.
La marca nacionalista del partido de los Demócratas Suecos tiene raíces en el fascismo. Anders Klarström, uno de sus primeros jefes, estuvo vinculado a los neonazis, y el recuerdo de esa afiliación perdura, así el partido haya denunciado expresamente el nazismo en un intento por mejorar su imagen. La oposición a la presencia islámica y de inmigrantes sigue siendo su distintivo. Y al paso de esas interpretaciones del presente y del futuro ha ido ganando adeptos “en representación de la gente ordinaria”, con el poderoso lema, típicamente populista, de “nosotros decimos lo que usted piensa”.
Los Demócratas Suecos plantean una posición discriminatoria inaceptable en una sociedad democrática. Acusan a los extranjeros de ser responsables de nuevos brotes de violencia, aunque ello no se haya podido comprobar. Rechazan la inmigración porque pone en juego la subsistencia del estado de bienestar que, según ellos, no se debe extender inmerecidamente a “personas que provienen de la cultura de la pereza”. Y rechazan la presencia en Escandinavia de costumbres y valores islámicos inspirados en la aplicación de la Sharia, esto es la ley islámica, que se puede inmiscuir en todos los aspectos de la vida cotidiana de los creyentes.
La discusión así planteada sobre los migrantes pone en juego el contenido y los alcances de los valores tradicionales de una sociedad democrática dispuesta a comprender a otros pueblos y a recibir en su seno personas de toda procedencia. Tarea difícil que exige hacer compatible ese espíritu con las necesidades propias de un país de proporciones demográficas modestas, que envejece sin renovación propia, y cuya capacidad de provisión de bienestar resulta limitada.
Los partidos que han mostrado compromiso con el estado de bienestar, y en particular el socialdemócrata, con o sin Magdalena a la cabeza, deben saber que su respuesta a la presión del proyecto radical populista marcará el destino de Suecia. También serán útiles, más allá de las fronteras, las lecciones de adaptación de la socialdemocracia a los requerimientos propios de una era de primacía del sector financiero y de exigencias de suprema racionalización de costos y eficiencia del estado de bienestar.
El síndrome de Estocolmo del siglo XXI mal puede ser el de una sociedad sometida en su ánimo a la lógica de la discriminación y la xenofobia. Por el contrario, debería ser el de una sociedad democrática y vigorosa, capaz de reivindicar los valores en los que ha creído y que han demostrado ser, hasta ahora, una de las mejores fórmulas para producir riqueza en un ambiente de libertades con profundo y sólido compromiso social. Ahí está el verdadero reto de quien ahora llegue al gobierno de Suecia, que puede seguir siendo ejemplo deseable en Europa y otras partes del mundo.
