Existen escenarios, modalidades y hasta rituales de guerra que producen siempre los mismos resultados. Quien decida aparecerse y actuar en ellos ya puede saber en lo que va a terminar. Aunque no falta quien se arriesgue a repetir la historia, no para confirmarla sino porque no tiene otra cosa que hacer.
Asif Ali Zardari, cónyuge sobreviviente de Benazir Butho, ha hecho una advertencia perentoria: los Talibán están ganando la guerra de Afganistán contra las potencias occidentales. Y por ese camino, subraya, tanto su país como el mundo van perdiendo la guerra contra el terrorismo.
La denuncia de Zardari resulta seguramente de las preocupaciones que deben asistir a todo el que se halle ante la eventualidad de gobernar un país que, como Pakistán, significa nada menos que el otro elemento externo del emparedado en el que se desarrolla la guerra. Y si bien no es seguro que cualquier resultado de las acciones afectará a su país, lo que debe constituir motivo adicional de reflexión es su advertencia adicional en el sentido de que el mundo entero se puede ver afectado por los resultados de un conflicto en el que los otrora derrocados fundamentalistas islámicos terminen por vencer a quienes los expulsaron del gobierno.
No ha habido hasta ahora poder humano capaz de conquistar las tierras de Afganistán. Lo cierto es que sólo el Islam fue capaz de quedarse allí para siempre. Porque quedó en el alma de las mayorías y les proveyó de unos sentimientos de satisfacción y pertenencia que era todo lo que les faltaba a los locales para considerarse fuertes e invencibles.
Los experimentos de los ingleses, y posteriormente los de los rusos, para mencionar sólo los más importantes de los últimos siglos, no pudieron producir un resultado estable y mucho menos definitivo. La historia siempre se repitió: luego de una victoria inicial, y de la sensación de control, renació una resistencia casi invisible pero letal que terminó por expulsar los cuerpos extraños.
Es muy posible que los cálculos de los estrategas estadounidenses al momento de decidir el ataque posterior al 11 de septiembre, como punta de lanza de la cacería de Osama Ibn Laden, hubiesen cifrado las esperanzas de éxito en el uso de las más avanzadas tecnologías de la destrucción. Pero, a juzgar por los resultados, no se puede contar todavía con la fórmula para controlar el territorio afgano. Las evidencias del avance de la resistencia y del creciente desespero e impotencia de los invasores muestran, por el contrario, que la historia puede estar a punto de tomar otra vez el sentido de siempre.
La eventualidad de una derrota de las fuerzas combinadas de Occidente, por culpa de los elementos tradicionales de las guerras afganas, tendría el agravante de significar, o de dar la apariencia de una derrota enorme en la guerra contra el terrorismo. Porque la persecución de éste, identificado como el Satán del cambio de siglo, fue el argumento supremo que llevó a los Estados Unidos a congregar, con grandes trabajos en algunos casos, una coalición mayor en número de participantes que la de cualquier otra aventura contemporánea.
La suerte del conflicto afgano se convertirá en uno de los principales retos del nuevo Presidente de los Estados Unidos. La forma en la que actúe para reconducir el ritmo y el rumbo de esa guerra, y para tratar de salvar una derrota que se anuncia inevitable, será la prueba inicial, y de pronto definitiva, del ejercicio del tan deseado título de Comandante en Jefe, que se considera requisito esencial del ejercicio de esa presidencia. Seguramente habrá propuestas que entrarán a formar parte de los tramos finales de la campaña. Y si el tema no aparece, tenemos todo el derecho a juzgar que la situación es todavía más difícil de lo que se ha querido admitir.