Ningún orden establecido colapsa totalmente de un día para otro. Siempre subsisten elementos característicos de la forma como se gobierna, como se obedece, como se contradice y como se explica lo que sucede. También subsisten a lo largo de los años lugares comunes en la interpretación de la realidad, concebidos y difundidos por sectores hegemónicos desde el punto de vista cultural, que terminan por anidar en el fondo del alma de la gente. Con ese telón de fondo se van sucediendo sentimientos, ideas y prácticas, mientras en el fondo subsiste una permanente disposición a la disidencia, que puede representar la semilla de interpretaciones mejoradas de los procesos de la historia. Mientras tanto, en el aire de cada nación flotan formas características de ejercer el poder o de portarse frente a él, que sobreviven secuencias a veces cambiantes de modelos de estado y se miran con frecuencia en el espejo del pasado para justificar la fortaleza, sustentar la resistencia o reconocer la indefensión.
El orden cultural del zarismo, que se fue construyendo a lo largo de cientos de años, juega todavía un papel importante en el ejercicio del poder político, el control de las explicaciones del mundo y la acción internacional del Kremlin de Moscú. La ortodoxia cristiana, típica y fundamental apelación a la fuerza de la religión como aglutinante de las creencias y la voluntad colectiva, fue reemplazada en el corto paréntesis de la era soviética por los dogmas rígidos del credo ideológico del establecimiento. Ortodoxia resucitada ahora en su expresión original, con íconos y sahumerios, bendiciones y canonizaciones que llevan como complemento los otros dos elementos raizales de la forma de gobernar el país con el territorio más grande del mundo: una autoridad suprema, que represente al estado por encima de divisiones teóricas, y una nación unida por la razón o la fuerza.
Cuando todo lo anterior se pone cuidadosamente al servicio del orden informativo, se producen profundos efectos internos. Entonces, la presentación de las aventuras exteriores del jefe supremo permite ver el carrusel de imágenes de autoritarismo, de sumisión tradicional al poder, de explicaciones acomodaticias sobre hechos y procesos, que encuentran terreno abonado en una especie de enceguecimiento colectivo, de resignación ante decisiones inapelables, y hasta de construcciones legales disuasorias o represivas. Todo sin que por lo general nadie se ruborice o se atreva a dejar notar su desacuerdo, su incredulidad o su desencanto. Con los espacios cerrados al ejercicio público y libre de cualquier asomo de oposición, o siquiera de expresiones de duda o contradicción hacia las verdades oficiales.
En medio de una acometida interna, paralela a una guerra exterior inventada, el cuadro no deja de parecerse al del ascenso del Tercer Reich alemán, con el dominio estatal de todos los espacios informativos, para tratar de establecer, como moneda cotidiana, la explicación y la justificación de acciones perversas, y exhibir con ostentación un apoyo popular artificioso al gobierno y sus agentes armados. Todo eso acompañado de símbolos, como la Z, que aglutinan voluntades y entusiasmo en torno a causas que no son resultado del libre ejercicio de la controversia política ni de la evolución de procesos sociales o económicos en condiciones de libertad.
Ya se sabe que, paralela a las aventuras guerreras, siempre ha habido una confrontación de discursos e interpretaciones, de propuestas y justificaciones, de incredulidad y convicción, de silencio impuesto o vocinglería eufórica, que acompañan el ejercicio de la violencia. Todo exacerbado ante la necesidad imperiosa de justificar, en el propio patio, las acciones que van consumiendo la vida de hijos de la propia patria, así sea al ritmo de causas manchadas de arbitrariedad, fruto de la Interpretación acomodaticia de procesos históricos por parte de gobernantes que se creen inspirados pero pueden estar equivocados.
La diferencia con las explicaciones sobre la guerra que ahora han desatado quienes desean dominar Eurasia, radica en que, a estas alturas de la historia, y del desarrollo de las comunicaciones, los protagonistas del orden informativo, de la descripción de los hechos, de las opiniones, de las interpretaciones, y de diferentes concepciones sobre la verdad, se han multiplicado en forma tal que los estados, en otra época dueños de todo eso, quedan relegados a la condición de actores como cualquier otro, ante lo cual se ponen a prueba las proporciones de su respeto por la libertad. Prueba a la cual también quedan sometidos, claro está, todos los demás.
El espectáculo de voceros que creen cumplir con un deber patriótico al difundir las mentiras que les ponen a propagar, suscita sentimientos de pesar por el desprecio organizado hacia la libertad y la verdad. Otro tanto sucede con las imágenes de televidentes extasiados e incautos, de pronto sometidos al bombardeo de películas y fotografías de todas partes, sobre cuya autenticidad y contexto quedan siempre dudas, curas adornados con atuendos bizantinos bendiciendo criminales de guerra y autores intelectuales de procesos innecesarios de destrucción y muerte que exaltan a los ejecutores materiales de sus órdenes, con el envoltorio de proclamas artificiosas.
El espectáculo del control opresivo de la información, el monopolio de las interpretaciones de procesos y hechos históricos, la supresión brutal de las opiniones contrarias, el silenciamiento de las preguntas, la racionalidad acomodaticia de las motivaciones y el supuesto apoyo unánime, forzado, a las medidas de un gobierno que viola los derechos de otros pueblos mediante el uso de la violencia, y que se ensaña con el uso de una fuerza superior no solamente contra fuerzas armadas de inferior capacidad y proporciones, sino contra la población civil, a la que masacra de manera indiscriminada, representa un preocupante de alejamiento de la democracia.
Esa interpretación del mundo desde arriba, sin espacio para que la gente siquiera se entere de diferentes versiones de las cosas, y sin que lo que se piense desde abajo cuente para nada, tiene, para infortunio del mundo contemporáneo, adeptos en diferentes lugares. Menos mal que en todas partes, aún en medio de los defectos de diferentes sistemas de trámite de las ideas y de realidades diversas respecto del ejercicio de la libertad, subsiste la capacidad de disidencia en la interpretación del mundo que siempre termina por perder el miedo a aceptar la mentira.
La verdad resulta opacada, en todas las guerras, por las interpretaciones que se suman al humo de los incendios en el fragor de cada conflicto. Más tarde sale a flote como botella de náufrago que por fin encuentra otra orilla. Entonces se vienen a saber razones y hechos que habían permanecido ocultos. Y vuelven las interpretaciones, en un juego interminable en el que tarde o temprano se vienen a entender muchas cosas y la historia puede hacer brillar la justicia.