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Tarea como para Dmitry Muratov
El asalto de una gran potencia a un país vecino y hermano, previa admonición sobre la inocuidad de su existencia, plantea interrogantes que merecerían ser despejados por un ruso independiente como el periodista Dmitry Muratov, el más reciente Premio Nobel de Paz, de quien Mihail Gorvachov dijo cariñosamente que se ha distinguido “por no defraudar casi nunca a la verdad”.
Alguien, que no sea el gobierno cargado de intereses políticos incandescentes, debería explicar, desde el fondo del país de las guerras patrióticas, marcado por el estigma de la incomprensión y la sensación de tener que vivir como un gigante aislado, cómo va el sueño de convertirse en la “Tercera Roma”.
Sería bueno saber si, a pesar de las aparentes seguridades iniciales en el sentido de que Rusia no atacaría a Ucrania, lo que ha sucedido obedece a los grandes trazos de una política de la cual este sería apenas un episodio. Como si estuviéramos ante la puesta en marcha de la “destrucción constructiva” pregonada por pensadores como Sergey Karavanov, que marcaría la llegada de una nueva era en las relaciones de Rusia con Occidente.
Dicha era, posterior a la postración de la última década del siglo pasado, estaría animada por la búsqueda de un modelo que recupere las glorias imperiales, zaristas y soviéticas, y consiga la revancha de una “Rusia grande otra vez”. Para lo cual estaría lista a aprovechar la decadencia de Occidente y “acabar con su hegemonía política, económica y cultural de los últimos cinco siglos”.
Con la idea de una Eurasia fuerte, anclada de un lado en un esquema renovado de relaciones con la Europa occidental y del otro en la nueva amistad con China, Rusia encontraría esa vocación de protagonista sin la cual no puede ni quiere vivir. Sólo que el anclaje del lado europeo requeriría de un arreglo a fondo de ese juego interminable de oscilaciones en el control de los países que hasta hace poco formaban parte del bloque soviético, entendidos ahora de un lado como espacio fundamental para la seguridad europea y del otro para la supervivencia de Rusia.
El problema está en que, no por la fuerza sino tal vez por la voluntad de vincularse a otro mundo y alejarse de la experiencia comunista bajo la tutela de la burocracia moscovita, muchos de esos países, pidieron en la post guerra fría cupo en organizaciones como la Unión Europea o la OTAN. Al tiempo que los líderes occidentales del cambio de milenio, con miopía y falta de sentido histórico, creyendo que hacían lo correcto, contribuyeron a marginar a Rusia con una enorme dosis de desprecio y mezquindad, en lugar de escuchar su llamado a construir un nuevo esquema de seguridad para Europa que no se basara simplemente en pintar el mapa con los colores de afiliación al revés.
En esa lógica es entendible que, vista desde las sensibilidades del Kremlin de Moscú, la eventual vinculación de Ucrania a la Unión Europea o a la OTAN resultara inaceptable. De ahí la reacción de quienes llevan todos los años de este siglo empeñados en revivir el modelo de liderazgo tradicional de los gobernantes rusos, basado en el ejercicio maximalista de la autoridad, ahora bajo una presidencia que representa y dirige el Estado por encima de los demás poderes. A la luz de lo anterior, no es de extrañar que, ante la euforia europeísta de los gobernantes ucranianos, revivieran en Moscú los recuerdos de la Rusia que se originó en Kiev y se advirtiera que un “cambio de bando” se debería evitar.
La búsqueda de un status para la Ucrania del nuevo siglo requería de esfuerzos de buena voluntad del gobierno de Kiev, de la Unión Europea, los Estados Unidos, la OTAN y la propia Rusia. Además de las Naciones Unidas, o lo que quede de ellas, que no figuraron para nada en la danza de encuentros previa al asalto a mano armada del 24 de febrero. Ya se verá qué tan ingenuos fueron unos u otros y qué tan sinceros en su vocación de paz. Lo que sí queda claro es quiénes mintieron sin ruborizarse, para pasar de unas conversaciones de distracción al uso de la violencia y a meter otra vez a Europa, convaleciente de la pandemia, en una guerra en este caso de verdad fratricida, si se tiene en cuenta el propio discurso que la anunció, en el cual se hizo referencia a la comunidad de sangre y los vínculos de familia entre la nación atacante y la víctima de la invasión.
La “cuestión ucraniana”, que ahora sugieren arreglar “conforme a la voluntad popular” sobre la base de una “neutralidad” impuesta por las armas en términos arbitrarios y unilaterales, después de haberle tirado bombas a ese pueblo, se habría podido arreglar sin echar mano al argumento del miedo que un verdadero gigante sentía por su seguridad.
Bajo cualquier lectura de este momento de la historia es repudiable ver cómo hay otra vez “distoriadores” que, por motivos políticos, reinterpretan selectivamente hechos y procesos del pasado para fundamentar acciones a la medida de sus intereses. Así resultaron echando el reloj para atrás, hasta la época en la que Ucrania no era un Estado aparte, para sustentar el argumento de poner en duda su derecho a existir.
Si además ese ejercicio se toma como base para auto atribuirse la potestad de violar el derecho internacional, desconocer fronteras de países soberanos, y afectar por la fuerza la libertad y la vida de un pueblo hermano, organizado bajo un Estado miembro de las Naciones Unidas, con el ánimo de imponerle arbitrariamente un destino, estamos ante la reedición de una tragedia que ya se dio cuando en la Segunda Guerra Mundial los mismos campos de Ucrania, ahora invadidos por sus hermanos rusos, lo fueron por los alemanes.
Ante el desprecio por la diplomacia del que ha hecho gala el país agresor, así se manifieste ahora dispuesto a “negociar”, y en espera de nuevos desarrollos de una guerra de esas que son fáciles de emprender y se tratan después de detener con unas negociaciones forzadas, alimentadas por falacias y medias verdades, nadie mejor que alguien que conozca el fondo del alma del pueblo ruso y haya sido crítico del régimen que lo gobierna, para ayudar a explicar todas estas cosas. Porque resulta urgente establecer si estamos ante un problema coyuntural, o si este es el prólogo de la “destrucción constructiva” orientada a dar por terminada la hegemonía de occidente para reemplazarla por un proyecto ya concebido.
El despeje de esas dudas sería muy apreciado por quienes siempre sostuvimos que era urgente poner la mejor voluntad para interpretar, entender, respetar e incorporar a Rusia al conjunto de países protagonistas de la marcha del mundo en el siglo XXI, para hacerlo más seguro, justo y estable.
