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Theodorakis: gigante sin fronteras

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Eduardo Barajas Sandoval
07 de septiembre de 2021 - 02:59 a. m.
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El nombre de Mikis Theodorakis suena como parte de una frase musical. Xíos -Jíos- es una isla del norte del Egeo desde cuyos solares los gallos griegos cantan en la madrugada y se les escucha en la costa turca, que hace unos siglos era la costa griega de Anatolia, de donde San Basilio trae los regalos de navidad. Allí nació hace noventa y seis años el más conocido de los compositores griegos del Siglo XX, que acaba de morir para dar paso al recuento de su leyenda.A comienzos de abril de 1985 Theodorakis llegó a Bogotá. Había recibido múltiples mensajes de un desconocido de nombre Belisario Betancur, que anhelaba presentar en la capital colombiana la versión musical que el maestro griego había compuesto para hacer sonar el “Canto General” de Pablo Neruda, símbolo de los anhelos libertarios de la América Latina tras siglo y medio de intentos de vida republicana. Aceptó la invitación, dijo a su llegada, no porque hubiera sabido que Betancur era presidente, sino porque se enteró de que era un conservador con alma de inconforme y aspiraciones de renovador.El oratorio musical del Canto General, concebido a raíz de la amistad personal y política del compositor griego y el poeta chileno, coincidentes en la simpatía por las causas populares, se interpretó en el Teatro Colón y en el Jorge Eliécer Gaitán, dirigido por el mismo Theodorakis, con la Orquesta Filarmónica de Bogotá, el Coro Estable de la Escuela Superior de Música de Tunja y el Coro Polifónico de Cali. El ambiente de la presentación fue apoteósico por el valor simbólico de la obra, más fácil de seguir en el escrito de Neruda que en la versión musical, pues el desconocimiento los vericuetos de nuestra lengua separa en ciertos parajes los compases de la música de la distribución de los versos. Aunque por otro lado recuerda aquellos coros que en las tragedias clásicas acompañaban con diferente tono las vicisitudes de la trama.Klety Sotiriadou, la traductora al griego de Gabriel García Márquez, que para entonces vivía en Colombia, sirvió de intérprete a lo largo de la visita del maestro. En los llanos orientales Theodorakis sintió el vértigo de verse perdido en una inmensidad diferente de la del mar, sacudido por el camino salvaje de las trochas, al punto que llegó a pensar que Betancur lo quería castigar con la experiencia salvaje de los pueblos campesinos de nuestra América, al hacerlo montar en un campero infelizmente pequeño para las proporciones de sus casi dos metros de estatura. En la Catedral de Sal de Zipaquirá, parte del programa organizado por el gobierno colombiano, pidió que lo sacaran cuanto antes de ese encierro. Soy un hombre de mar, clamaba; tengo la costumbre de mirar horizontes sin fin. En cambio, disfrutó del verdor inverosímil de la Sabana de Bogotá, dos mil seiscientos metros más arriba del nivel de su Egeo natal.

Algunos dirigentes del M19, entonces en la legalidad, en conversaciones con el gobierno y en plan de abrirse paso en la escena política, pidieron hablar con ese protagonista del compromiso político de algunos artistas. A Theodorakis le impresionó el optimismo de los líderes del movimiento, que le expresaron su confianza en el apoyo popular, que veían crecer, al punto que le confesaron la esperanza de llegar más temprano que tarde al poder. A la salida de la reunión el maestro dijo, sin que alguien se lo estuviera preguntando, que esos señores jamás llegarían a ver realizado el sueño de llegar al poder. “Guerrilla que entrega las armas es guerrilla derrotada de una vez”, dijo con la convicción de quien había tomado parte en la resistencia armada de su país. Pero eso no era lo más grave, agregó, sino que estaba seguro de que, después de la crisis de los misiles en Cuba, en el marco de las relaciones entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, no ya necesariamente en el caso del M19, sino de cualquier guerrilla colombiana, como las otras de cuya existencia estaba enterado, se imponía entre las superpotencias un pacto implícito de respeto por las áreas de influencia de cada quién, de manera que un triunfo guerrillero aquí sería tan improbable como uno en el otro sentido en territorio de Polonia. “Lo digo en mi calidad de galardonado con el Premio Lenin de la Paz y de mi amistad con la dirigencia soviética”, remató.El compromiso político de Mikis Theodorakis llevaba ya, a esas alturas de su vida, una larga trayectoria. Había sido testigo de los horrores de la ocupación alemana, y de los actos heroicos de la resistencia griega dentro de la cual tomó las armas como parte del “Ejército Popular Griego de Liberación”. Había visto el sufrimiento de la guerra civil, cuando fue arrestado y enterrado vivo dos veces. Había conocido de primera mano la derrota de los comunistas, y presenciado el encierro, en su isla, de mujeres y niños de los vencidos. También había participado activamente en la resistencia contra la dictadura de los coroneles, que lo encarcelaron y prohibieron sus canciones. Había conocido la amargura del exilio y obrado como defensor de diferentes causas populares, sin fronteras de país, con la idea auténtica de las bondades de la fraternidad entre los miembros de la comunidad humana, desde la particularidad de su origen y su tradición. Militante activo del Partido Comunista, fue diputado a lo largo de varios años en nombre de esa formación política, pero al comenzar la última década del Siglo XX no tuvo inconveniente en lanzarse como independiente dentro de las listas del partido Nueva Democracia, de centro derecha.

La última vez que lo vi, oficiaba él como ministro del gobierno conservador de Konstantinos Mitsotakis, padre del actual primer ministro griego, que ahora lamenta su partida con tres días de duelo nacional. Sin cartera tradicional a su cargo, se ocupaba de asuntos culturales, de recomendaciones en la lucha contra flagelos sociales, y de la aproximación greco-turca; pero sobre todo quería representar la voluntad de unidad nacional necesaria para sacar al país de uno de sus reiterados episodios de tragedia política, de los cuales sale siempre con el espíritu de resurrección del ave fénix, uno de los mejores inventos helénicos y fórmula de salvación.

Desde su retiro de las últimas décadas mantuvo su tradición de vocero de causas libertarias y se opuso a las incursiones de los Estados Unidos en Oriente Medio, a los ataques occidentales en los Balcanes y a la política de ocupación israelí de territorios palestinos. Al referirse a esto último traspasó de palabra la línea del antisemitismo, y tuvo que pedir excusas ante el Consejo Central de los Judíos de Grecia, representantes de una de las comunidades históricas más importantes y simbólicas del mundo judío, como muestra de su capacidad de corregir los desvaríos en los que se puede incurrir al fragor de las diferencias políticas.

Hace diez años, fiel a su espíritu abierto, enriquecido con los golpes de la experiencia, del éxito y el reconocimiento, y aún de sus propias equivocaciones, decidió fundar un movimiento que bajo el nombre de Spitha, “chispa”, represente la síntesis de su legado por encima de los partidos y en busca de la paz interna del mundo helénico y la reconciliación internacional. Su eterna visión de una izquierda amplia, constructiva y generosa, respetuosa de los fueros de los demás, sin ánimo revanchista y más bien en el tono de Imagine, la canción de John Lennon, quien alguna vez ayudó a que los Beatles hicieran en un estudio de la BBC su propia versión de “Luna de miel”, compuesta por el maestro griego. Más allá de distinciones políticas, el mundo recuerda aquel baile de Zorba el Griego, recreación cinematográfica que Mihalis Kakoyannis hizo de la obra inmortal de Nikos Kazantzakis sobre “La vida y tiempos de Alexis Zorbás”, en el que el mexicano-estadounidense Anthony Quinn, aunque no llevase en la sangre los secretos de la autenticidad propia de los nativos, dejó grabado lo que muchos interpretan como ímpetu helénico, en una playa ahora solo visitada por cabras. Cada pueblo con su bailao. Pero esa es apenas una de las más publicitadas muestras de la obra monumental de Theodorakis, influenciada de principio a fin por los ecos de los cantos de origen bizantino que escuchó en su niñez, cuando improvisó su propia forma de escribir unas primeras canciones, antes de ir a Atenas a estudiar con el maestro Ekonomidis y después al conservatorio de París con Olivier Messiaen y Eugene Bigot.

Su obra comprende doce composiciones sinfónicas y casi veinte de música de cámara. Oratorios, dentro de los cuales, además del de Neruda, destacan el Axion Esti con la letra de Odysseas Elitis, uno sobre el Romancero Gitano de García Lorca, y La marcha del Espíritu, de Ángelos Sikelianós. La “Balada de Mauthausen”, que muchos consideran su mejor composición musical, sobre de poemas de su paisano Iakovos Kambanellis, sobreviviente de un campo nazi de concentración. Óperas sobre Medea, Elektra, Lysístrata y Antígona. Himnos como el del de Malta, la Organización para la Liberación de Palestina, los Juegos Mediterráneos, el Partido Socialista Francés, el Movimiento Al Socialismo de Venezuela y el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser. Música para festivales y coreografías de ballet. Acompañamientos para tragedias de Sófocles, Eurípides, Aristófanes y Esquilo, lo mismo que de obras de teatro de Shakespeare y Camus. Musicalización de trabajos de Solomós, Kavafis, Ritsos y todos los grandes poetas griegos de su tiempo. Música para más de dos docenas de películas y una cantidad de canciones populares de esas que la gente lleva en el alma para siempre, que eran su mayor deleite y afición. Sumando, sumando, como griego cabal, se aventuró además en la escritura y deja casi una veintena de libros cargados de fuerza, poesía y melancolía que delatan el eterno griego que llevaba dentro.

Las composiciones de Mikis Theodorakis se repetirán por mucho tiempo, con ese encanto musical que comienza con su nombre, y se sumarán a la lista de contribuciones al enriquecimiento cultural de la humanidad, clásicas, antiguas y modernas, por parte de un país que ha existido para asombrarnos con su sentido poético, su sensibilidad desmedida, su capacidad de enmendar errores y su voluntad de perdurar más allá de la muerte de sus propios gigantes, a los que sabe venerar y llorar.

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