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Un nuevo sabor isleño

Eduardo Barajas Sandoval

17 de mayo de 2022 - 12:01 a. m.

Un documento sobre el futuro de Irlanda del Norte, suscrito por William Whitelaw, entonces Secretario de Estado británico para esa provincia, planteaba hace medio siglo como objetivo fundamental el de apartar a la gente de la violencia y el miedo bajo los cuales vivía, para que pudiera desarrollar todo su potencial. Propósito para cuyo logro el Reino Unido ofrecía ayudar a encontrar un sistema de gobierno que disfrutara del apoyo y el respeto de una arrolladora mayoría, y que debía surgir en gran medida de las ideas y las convicciones de la propia gente de la región.

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La propuesta de Whitelaw fue una de varias manifestaciones unilaterales del Reino Unido en medio de un conflicto que, a los ojos irlandeses, representó la prolongación de la lucha necesaria para poner fin al periodo de colonización británica de toda la isla de Irlanda, que tuvo como momento cumbre la proclamación de la república en 1921, pero dejó el norte bajo dominio británico. Con lo cual se generó una confrontación con trasfondo étnico, político y religioso, entre protestantes “unionistas”, partidarios de mantener para la región el status de provincia del Reino Unido, y católicos “nacionalistas”, deseosos de sumarse a la república irlandesa.

La disputa por el poder entre esos dos bandos se salió de los cauces políticos y dio paso a una confrontación violenta que solo vino a terminar hacia 1998, con los Acuerdos del Viernes Santo de ese año, como se comentó en esta columna para conmemorar el primer cuarto de siglo de las negociaciones que los produjeron. Como allí se anotó, de esos acuerdos surgió un esquema de gobierno fundamentado en la representación partidista en una Asamblea Legislativa, coloquialmente Parlamento de Stormont, que funciona bajo el sistema de “doble mayoría”, esto es que los proyectos deben ser aprobados por la mayoría de representantes de cada una de las dos grandes tendencias, y el reparto milimétrico de ministerios según la votación popular, llevando la primacía el partido que haya obtenido la mayor votación.

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La tras antepenúltima noticia sobre la situación en Irlanda del Norte se produjo con motivo del Brexit, ante la necesidad de establecer una frontera entre el territorio británico del norte de la isla y el de la República de Irlanda, miembro de la Unión Europea. Frontera que había desaparecido en buena hora con la membresía británica y cuyo restablecimiento se podría convertir en factor de deterioro para la consolidación de un arreglo de paz que requiere de tiempo para anidar en la cotidianidad de la vida de la gente. El problema se manejó, en los papeles, con un “protocolo” según el cual la frontera se trasladó al mar entre la isla de la Gran Bretaña y la isla irlandesa, de manera que, de hecho, la Irlanda del Norte siguió sin separación ostensible de la del sur, y como si todavía fuese parte de la Unión Europea. Maravilla para los europeístas, horror para los euroenemigos.

La antepenúltima noticia ha sido la del incumplimiento del protocolo, o su cumplimiento perezoso y lánguido por parte de la Gran Bretaña. A pesar de que su Primer Ministro lo suscribió, se supone que con pleno conocimiento y conciencia, ahora proclama con cierta necedad su “inaplicabilidad”, y exige con vehemencia una nueva negociación. No repara en las advertencias de que está violando de manera flagrante el Derecho Internacional, mientras se rasga las vestiduras y trata de hacer movimientos de verdad audaces, como un micro Churchill, ante la violación del mismo derecho, protagonizada por el presidente ruso desde febrero de 2022. Aunque en el otro caso haya mucha sangre de por medio, los principios son los principios.

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Penúltima noticia, extraordinaria, ha sido la del primer lugar conseguido por los nacionalistas irlandeses del legendario Sinn Fein, en las recientes elecciones para el Parlamento de Stormont. Con lo cual, dentro del reparto del ejecutivo, les correspondería el punto más alto del podio del poder compartido, con todo el valor simbólico que eso puede tener. Avance nacionalista que se presenta por primera vez en la historia y que, sin perjuicio de la mayoría que aún hacen todos los partidos favorables a la afiliación británica, aparece en un momento en el cual se afrontan dilemas que van más allá de la eventual fusión con la república del sur e incluyen una reflexión sobre las ventajas de vivir, por ahora en la práctica y de pronto más tarde de derecho, una realidad que los vincula a la Unión Europea.

La última noticia, no muy placentera para nadie, es la negativa de los unionistas a formar parte del gobierno que debería surgir de los recientes comicios, mientras no se modifique ese “Protocolo de Irlanda del Norte” que por haber sido objeto de un pacto entre el Reino Unido y la Unión Europea, su desmonte no depende unilateralmente del gobierno de Londres, sino que ha de ser resultado de una difícil negociación. Negativa “unionista” local a integrar el gobierno que no sólo suspende de hecho el funcionamiento del ejecutivo, sino que deja a la deriva el gobierno por parte de los irlandeses y conllevaría el mandato directo de los británicos hasta que, dentro de seis meses, se celebren nuevas elecciones.

Aunque en política cada quien puede pedir lo que quiera, la solicitud del desmonte del protocolo irlandés del Brexit es en el fondo antidemocrática, pues no la plantea el partido con el mayor apoyo popular, sino el que descendió precisamente en ese apoyo y se apega a lo que muchos consideran ejercicio renovado de un “poder colonial” mandado a recoger. Entretanto bloquea el funcionamiento del gobierno, y del sistema, y la aclimatación del esquema de administración compartida que ya de por sí exige un compromiso de cooperación sin el cual las cosas se pueden echar a perder. Para allá iba Boris Johnson, con su talante de conservador contemporáneo, a ver cómo arregla las cosas.

Sinn Fein sabe que no es el momento para salir a plantear abiertamente la unificación de la isla, y más bien sigue haciendo ahorros de voluntad popular. Su campaña para estas elecciones no se centró en ese tema, que está en todo caso presente en el fondo de sus actuaciones políticas, sino que se basó en problemas de la cotidianidad, con lo cual, en realidad, sin grandes proclamas, se convirtió en un partido que no solamente mueve banderas emocionales sino que plantea soluciones a problemas de la vida real. La demografía, al ritmo lento de la historia, parecería además jugar en su favor.

Medio siglo después de la proclama del secretario de estado británico, de alguna manera se va cumpliendo el propósito de un “sistema de gobierno con apoyo y respeto mayoritario, surgido de las ideas y las convicciones de la propia gente de la región”. Con el ingrediente entonces insospechado de que esa voluntad puede haber comenzado a marchar en una dirección diferente de la que le hubiera gustado a Whitelaw. Un nuevo sabor isleño, que pone a prueba y en algún momento permitiría apreciar una vez más el respeto por la voluntad popular, que es uno de los pilares inconmovibles de la legendaria democracia británica.

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