Al comenzar sus memorias, Madeleine Albright puso de presente que su historia refleja la turbulencia del siglo pasado, con sus ampliaciones en el rol de la mujer y el choque permanente entre quienes alrededor del mundo privilegian la fe en la libertad y quienes ponen el poder por encima de los valores humanos.
Como tantos seres cuya vida acompañó el período que se inició con la montada del fascismo y terminó con la caída del comunismo en el escenario europeo, esa gigante de 1,47 m de estatura corporal pudo acumular credenciales que le permitieron ejercer el liderazgo de la diplomacia de la primera potencia del mundo a la hora de entrada del nuevo milenio. Época para la cual tenía que servirle de mucho su conocimiento de aquellas experiencias extremas de depredación de la libertad y de toda una gama de valores a cuya defensa quiso siempre mantenerse vinculada.
Marie Jana Korbelová nació en Praga justo antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, en el seno de una familia judía que se convirtió al catolicismo y jamás trató con los hijos ese tema. Su padre era un diplomático, seguidor y colaborador de Masaryk y Edvard Benes, con todas las consecuencias que eso podía traer en medio de la agitación de la época. Los Korbel tuvieron que irse a vivir a Londres, sede del gobierno checo en el exilio, y soportar los bombardeos de los nazis con sus efectos de destrucción, privaciones e introducción al estoicismo.
Pasada la contienda, fueron a dar a Belgrado, donde el padre trabajaba para el servicio exterior, y la pequeña, además de aprender el idioma serbio, pudo presenciar desde la curiosidad de su temprana edad reflejos del proceso de formación de la Yugoslavia del mariscal Tito, hasta que la enviaron a estudiar a la Suiza francófona, para evitar la influencia de dogmatismos.
Ante la proclamación de la Checoslovaquia comunista, la familia fue recibida en los Estados Unidos, donde Korbel padre fue decano de Relaciones Internacionales en Denver y su hija realizó estudios de Ciencia Política en Wellesley, se vinculó al Partido Demócrata, se convirtió a la Iglesia Episcopal, se casó con un personaje vinculado a la familia Guggenheim, estudió en Johns Hopkins y luego en Columbia, aprendió ruso y escribió una tesis de maestría sobre el servicio exterior soviético y una disertación doctoral sobre el papel de los periodistas en la Primavera de Praga. Estaba lista.
Madeleine Albright tuvo que abrirse paso en un mundo reservado hasta entonces a los hombres y recorrió el trayecto completo al trabajar en el Senado con Edmund Muskie, en el Consejo Nacional de Seguridad con Zbigniew Brzezinski y en la asesoría de diversas instancias de las filas demócratas, al tiempo que se mantenía inmersa en el mundo académico. Entonces fue llamada a ser embajadora de Estados Unidos en las Naciones Unidas en el primer período presidencial de Bill Clinton y luego secretaria de Estado en el segundo, de 1997 a 2001.
La primera mujer secretaria de Estado de Estados Unidos debía ganarse el respeto de propios y extraños y superar más obstáculos que cualquiera de sus predecesores. Tenía el compromiso de responder por el manejo de una política exterior de cubrimiento global, que exigía acierto en el diseño del mundo de la pos Guerra Fría, que no se podía definir de un plumazo y requería de diversas contribuciones en un proceso complejo que después pasó a manos republicanas y terminó tomando una forma cuyas virtudes y falencias se han venido a notar ahora. Tarea que, en lo que a ella correspondió, debía cumplir en medio de la euforia efímera del “fin de la historia” y bajo el estigma de verse obligada a moverse dentro de una trama de intereses que mal podían permitirle cosechar la misma comprensión y el mismo apoyo en todas partes.
Antes de ascender a la cancillería más poderosa de su época, la señora Albright, como embajadora ante Naciones Unidas, encargada de sustentar las sanciones que se habían impuesto al régimen de Saddam Hussein, cuando comenzaban todas las maniobras en su contra, no tuvo problema en responder, ante una pregunta de la periodista Lesley Stahl, que la muerte de medio millón de niños iraquíes, más que los que murieron en Hiroshima, era un precio que había que pagar. Aunque luego se supo que la cifra no era verdadera, Albright reconoció más tarde que había dado una respuesta estúpida, de esas que a veces salen en medio de discusiones fragorosas, con la idea de defender las acciones de un gobierno.
Seguramente ese y otros yerros la obligaron a acentuar la prudencia en el ejercicio de la diplomacia, por encima de las tradicionales divisiones internas, y le permitieron abrirse paso con criterio, acierto en el análisis, adecuado manejo de las relaciones con amigos y enemigos, visión del futuro, conocimiento del alma humana, y capacidad auténtica para no dejarse impresionar por nada ni por nadie. Todo esto con plena conciencia de que los asuntos exteriores exigen de cada gobernante seriedad, dedicación, responsabilidad y conciencia de la historia, además de claridad sobre los designios nacionales.
De mucho le sirvió en su oficio a la señora Albright el recuerdo de la habilidad de su madre para romper el hielo y descubrir el lado humano de la gente, como lo demostró la vez que convenció al flamante dictador Tito de comerse una tremenda salchicha preparada en su casa. Premisa de la diplomacia que marcha paralela a las discusiones de fondo y virtud deseable en ese medio en el cual cobra importancia la dimensión humana al servicio de la conducción de maniobras de alta política, en un juego en el que supuestamente todos son iguales y la disuasión no siempre proviene de la fuerza del arsenal de cada uno de los actores sino de sus buenas razones.
Con esa combinación de tono humano y estudio profundo, Albright mantuvo excelentes relaciones con líderes de muchos países y en particular con los rusos, aunque una vez hizo enfurecer a Putin, quien le preguntó por el significado de uno de los famosos broches que ella usaba para transmitir mensajes, y la respuesta resultó fulminante respecto de la política rusa de destrucción en Chechenia.
La mejor muestra del talante diplomático de la señora Albright, que acaba de morir a los 84 años, se puede hallar en su recuento de algo que sucedió cuando se ocupaba de diseñar su política hacia Cuba y era, según ella, objeto de todo tipo de intrigas, por lo general irritantes, hasta que surgió una que encontró fascinante: la de Gabriel García Márquez, a quien pasó a llamar Gabo y con quien recorrió una vez las calles de Cartagena de Indias para conocer detalles de El amor en los tiempos del cólera.
García Márquez le había referido en Washington el interés de Fidel Castro por normalizar sus relaciones con Estados Unidos y le presentó al personaje como alguien bueno, incluso religioso, dijo ella, querido por su pueblo a pesar de las dificultades, pero asfixiado por un embargo que, de levantarse, arreglaría el problema. Ella respondió que la ley no le permitía levantar el embargo, pero que Castro habría podido facilitar los elementos para levantarlo si hubiese realizado elecciones libres. Como llegaron a la conclusión de que ninguno iba a convencer al otro de su punto de vista sobre Cuba, era mejor hablar de literatura y mantener una amistad que a ella le dejó, entre muchos otros, el recuerdo de un consejo que después trató de seguir al pie de la letra: cuando escriba sus memorias, no vaya a estar furiosa.