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“Yo soy economista, ¿y usted?”. Frases como esta son usuales entre quienes empiezan a conocerse porque la educación es parte de la identidad personal y motivo de orgullo para algunos, especialmente quienes han tenido la fortuna de lograr un título de una universidad prestigiosa. De forma semejante, no haber tenido una educación de calidad siendo joven puede ser motivo de frustración durante el resto de la vida.
El capítulo de educación de mi libro Los colombianos somos así permite hacer un balance de diversos aspectos de la educación en la actualidad. La fuente más novedosa que utilicé fue una encuesta que hizo en 2024 la oenegé Empresarios por la Educación a unos 3.800 jóvenes entre 12 y 28 años, de los cuales 40 % tenía como principal actividad estudiar.
Las generaciones jóvenes están logrando niveles de educación que habrían sido impensables para la inmensa mayoría de quienes actualmente son viejos. Los valores educativos son ahora más propicios para el aprendizaje y el desarrollo personal. La mayoría de los estudiantes se siente a gusto en su colegio o universidad, lo que alivia las dificultades que pueden tener en otras dimensiones de su vida. La mayoría de los jóvenes tiene interés en alcanzar estudios superiores, y son cada vez más los que optan por estudios técnicos más adecuados a sus capacidades y para las demandas del mercado laboral. Todo esto es muy positivo y no debe perderse de vista al juzgar el sistema educativo.
Pero son más los aspectos negativos. En primer lugar, apenas en una minoría de los planteles educativos del país se dan todas las condiciones de apoyo personal, buen ambiente psicológico y seguridad que se necesitan para el óptimo desarrollo de las vidas académicas y sociales de los estudiantes. Por fortuna, los estudiantes son conscientes de estas deficiencias y propenden por mejorarlas.
No ocurre lo mismo con otros aspectos negativos del sistema educativo: pocos estudiantes son conscientes del bajo nivel académico de la enorme mayoría de colegios, institutos y universidades, tanto públicos como privados. Tampoco sus padres, que posiblemente carecen de los criterios y la información para saberlo. El promedio de los jóvenes colombianos de 15 años tiene un atraso académico de dos o tres años con respecto a sus pares de los países desarrollados, y de cinco o seis años con respecto a los jóvenes de Singapur. La situación no es mejor al terminar la secundaria ni los estudios universitarios. Pocos colombianos alcanzan estándares académicos elevados, pero la enorme mayoría cree que, si tuviera los recursos, alcanzaría un título universitario.
Los jóvenes colombianos tampoco son suficientemente conscientes de que, a la gran mayoría, el colegio o la universidad no les ofrece la preparación que necesitarían para desempeñarse aceptablemente en su vida laboral. Y los ilusiona más tener un trabajo propio o ser emprendedores que conseguir un empleo –posiblemente inducidos por sus propios profesores– e ignorantes de que el éxito muy probablemente les será esquivo.
Como el sistema educativo colombiano es tan segregado, quienes han tenido la fortuna de una buena educación rara vez son capaces de dimensionar las limitaciones de la educación del grueso de los colombianos.
Uno de los grandes retos de política pública en Colombia es reducir la informalidad laboral. Los diagnósticos sobre este problema ponen el énfasis en los altos costos laborales y en las limitaciones del sistema educativo para dotar a los jóvenes de las competencias que requiere el mercado laboral. Este diagnóstico es válido, pero incompleto. El problema es más profundo, como lo sugiere el hecho de que los jóvenes no son conscientes de las deficiencias de su educación ni de las exigencias y frustraciones que les esperan en su vida laboral.
