La familia colombiana, antaño bastión del patriarcado, está experimentando una profunda transformación. El primer capítulo de mi libro Los colombianos somos así revela la notable erosión del poder que tradicionalmente hemos ejercido los hombres dentro del hogar. Aunque este cambio refleja avances en la equidad de género, también genera agudas tensiones sociales e incluso violencia.
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Durante décadas, el modelo familiar idealizado en Colombia se caracterizó por una clara división de roles: el hombre como proveedor y cabeza de familia, y la mujer como ama de casa y cuidadora de los hijos. Este modelo, sostenido por valores tradicionales y creencias religiosas, otorgaba al hombre un poder indiscutible dentro del hogar, que se reflejaba en la toma de decisiones y la distribución de las responsabilidades.
La realidad actual es mucho más compleja. La reducción de la fertilidad, la creciente participación de la mujer en el mercado laboral y su autonomía económica han socavado la base misma del privilegio masculino tradicional. Las mujeres colombianas están tomando más decisiones en el hogar —sobre gastos, relaciones sociales e incluso sexualidad—, independientemente de cuánto contribuyan económicamente sus parejas. Este cambio, lejos de representar una “emancipación” en el sentido tradicional, implica una redistribución de responsabilidades y poder que no siempre se traduce en una relación más igualitaria.
La intolerancia a este cambio se manifiesta de diversas maneras, siendo la más alarmante la violencia doméstica. El cambio en la noción de autoridad del hombre, en el marco de una cultura profundamente machista, ha socavado la autoestima masculina, lo que ha coincidido con un preocupante incremento de la violencia contra las mujeres. Los datos presentados en el capítulo son contundentes: una de cada tres mujeres ha sufrido algún tipo de agresión por parte de su pareja. Esta violencia, frecuentemente encubierta por la cultura de la intimidad familiar, refleja una profunda crisis en las relaciones de género. De manera alarmante, hombres y mujeres (81 % y 70 %, respectivamente) “justifican el uso de la violencia en ciertas circunstancias”.
Paralelamente, los roles de crianza también están cambiando. Si bien el estilo autoritario de crianza aún persiste en muchos hogares, se observa una tendencia hacia modelos más participativos y basados en el diálogo. Sin embargo, la carga de la crianza sigue recayendo desproporcionadamente sobre las mujeres, incluso cuando trabajan fuera del hogar. Esto genera una “doble jornada” que agota física y emocionalmente a las mujeres, contribuyendo a las tensiones dentro de la familia.
La transformación de la familia colombiana no es un proceso lineal ni homogéneo. Las zonas rurales y el Caribe han sido las regiones más resistentes al cambio. No obstante, la tendencia general es innegable: el poder del hombre dentro del hogar se está debilitando. Para cambiar las relaciones de género, se requiere un esfuerzo colectivo que debe empezar en cada familia. La clave no es tanto la redistribución del poder, sino la construcción de la vida en pareja a partir de la colaboración y el respeto mutuo.
Este capítulo sobre la familia, como el resto del libro, es una invitación a conocer y discutir los aspectos más críticos de nuestra identidad como colombianos. No contiene recomendaciones para el Gobierno ni para las ONG involucradas en estos asuntos, ya que eso superaría mis capacidades como autor. Tampoco tiene pretensiones académicas. Solo busca ilustrar, con base en encuestas y muchas otras estadísticas, cómo somos los colombianos.
