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En días pasados apareció un libro con el sello de Fedesarrollo y el BID y firmado por varios autores, titulado Los desafíos del crecimiento en Colombia: políticas deficientes o insuficientes. El título es parecido al de la obra que publiqué en 1989 y fue reconocida con el Premio Alejandro Ángel Escobar: Los nuevos desafíos del desarrollo.
El libro de Fedesarrollo reconoce el pobre desempeño de la economía y lo ilustra con cifras. En los últimos veinte años el producto nacional creció menos que en las dos décadas anteriores y muy por debajo de la tendencia histórica, la productividad del capital y del trabajo descendió, las exportaciones aumentaron menos que las importaciones, la inversión fluctuó alrededor de 20% del PIB, el desempleo se mantuvo por encima de 12% y el sector productivo se desformalizó.
Curiosamente los autores atribuyen estos resultados a factores microeconómicos y pasan por alto los aspectos macroeconómicos, como el banco central autónomo, la apertura comercial, la desregulación financiera y la represión laboral, que dominaron el panorama económico de las últimas dos décadas.
La explicación la di en 1989. En ese entonces mostré que la desaceleración del crecimiento se originaba en la baja capitalización ocasionada por los reducidos niveles de ahorro y la contracción de la demanda ocasionada por la desindustrialización. Proponía seguir una política monetaria activa y una severa regulación financiera para elevar el ahorro y movilizarlo hacia la inversión. De otro lado, recomendaba conformar una estructura industrial diversificada que propiciara la producción de bienes más complejos para ampliar las exportaciones y el mercado interno.
Nada de esto se hizo. Se adoptó una política de austeridad monetaria y desregulación financiera; buena parte del ahorro se destinó a la valorización de activos, se desvió al crédito de consumo y se congeló en el banco central. No obstante que en las décadas del 80 y el 90 el ingreso promedio de los colombianos era el doble de las dos décadas anteriores, la tasa de ahorro efectivo se mantuvo constante alrededor de 20% del PIB.
La apertura comercial indujo una especialización en actividades de baja productividad que enfrentan limitaciones en los mercados internacionales, como la minería, la agricultura tropical y la industria tradicional, y propició la sustitución de empleo formal por importaciones. La economía avanzó lentamente porque careció de la demanda que la impulsara y de la capacidad instalada que la sostuviera.
Las cosas serían distintas si se hubieran seguido las recomendaciones de mi libro. La tasa de inversión hubiera fluctuado entre 25 y 30% del PIB, propiciando una rápida acumulación de capital, y la estructura productiva se habría diversificado ampliando las exportaciones y el mercado interno. El producto nacional hubiera crecido por encima de la tendencia histórica y aproximado a los ritmos asiáticos. El ingreso promedio de los colombianos sería el doble y la pobreza la mitad.
La lección es clara. El país lleva veinte años montado en un modelo que no da crecimiento ni empleo. La explicación se encuentra en la invalidez de las concepciones clásicas y neoclásicas que sirvieron de fundamento al consenso de Washington, y la solución en sustituirlas por otras teorías más representativas de la realidad.
En concreto, se plantea modificar la organización monetaria y financiera y construir una estructura industrial, que permitan crear las condiciones de ahorro y capitalización y de mercado interno y externo para sostener tasas de crecimiento superiores.
Aún más importante, es necesario conectar el área económica con la social para sustituir el asistencialismo por el empleo formal con mayor salario mínimo, seguridad de salud y pensiones y acceso a la educación de calidad. No existe otro camino para el progreso y la equidad. El primer paso consistiría en constituir un fondo de empleo financiado con recursos de emisión y títulos de ahorro para generar un millón de ocupaciones formales por año en las empresas, las universidades y la vivienda de interés social.
