Subsidio a la demanda

Eduardo Sarmiento
04 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

El subsidio a la demanda surgió como un medio para privatizar los servicios públicos. En el pasado, los subsidios se hacían por medio de la oferta mediante empresas públicas, como los hospitales, las universidades públicas y los sistemas públicos de pensiones. En la nueva modalidad, los subsidios se entregan a las empresas privadas que se encargan de convertirlos en beneficios a los sectores señalados. Los promotores de la modalidad daban por hecho que el excesivo apetito por el lucro de los organismos privados sería contenido por la competencia que se encargaría de convertirlos en beneficios públicos. El milagro corría por cuenta de la mano invisible.
 
Las cosas resultaron muy distintas. Los intermediarios, por la inelasticidad de la demanda y la información asimétrica, adquieren un poder monopólico que les permite recibir las cotizaciones con un compromiso y luego entregar el servicio que les reporta las máximas ganancias. Lo cierto es que en las actividades descritas los ingresos de las empresas son superiores a las erogaciones y les generan grandes ganancias. Las EPS obtienen cotizaciones por encima de los servicios que les permiten sacar recursos del sistema; los fondos privados de pensiones obtienen ingresos superiores a las reservas pensionales; en el programa Ser Pilo Paga algunas universidades privadas perciben aportes por estudiante tres veces mayores que el costo en las universidades públicas.
 
A lo anterior se agrega una estructura tributaria regresiva en que las personas pagan impuestos proporcionales al ingreso. El coeficiente de Gini antes y después de impuestos es similar. Más aun, las tarifas tributarias son más altas para el trabajo y el capital. Parte de la explicación está en el comercio internacional. Los impuestos a las utilidades de las empresas y a las nóminas reducen la competitividad externa, es decir, encarecen el precio de las exportaciones. Ante la proscripción de los aranceles, los países han procedido a proteger las empresas sustituyendo los impuestos a las utilidades, la nómina e incluso a la renta por el impuesto al consumo (IVA) que grava en mayor proporción a los grupos de menores ingresos.
 
El balance es lamentable. Los derechos y los subsidios sociales se han justificado como una forma de reducir las diferencias de ingreso, pero son nulificadas por el sistema de tributación y de gasto. En aras del fundamentalismo de mercado, se terminó configurando una organización fiscal de baja capacidad de transferencia en una sociedad asediada por las desigualdades.
 
Lo grave es que la rectificación se busca dentro de las concepciones de los organismos internacionales y de la OECD que causaron el fiasco. Así, en días pasados un alto funcionario del organismo propuso elevar la edad de jubilación y reducir la diferencia entre hombres y mujeres. El expediente acentuaría la baja de las pensiones con respecto al sistema tradicional y ampliaría las enormes ganancias de los fondos causadas por la aplicación de la ley 100 durante 25 años. Lo que requiere es intervenir los excedentes de los fondos y movilizarlos a Colpensiones para ampliar el acceso de los grupos menos pudientes.
 
En realidad, el subsidio a la demanda fue impulsado por los organismos internacionales y los gobiernos como una práctica para mejorar el desempeño de las instituciones mediante el mayor juego del mercado y la competencia. Tan solo ahora, ante la evidencia de los hechos, han venido a advertir las enormes repercusiones sobre la equidad. Sin embargo, sus propuestas no pasan de fortalecer las instituciones y las políticas que causaron el daño. La solución es una gran reforma que recoja la experiencia y se oriente dentro de una visión que concilie los conflictos y le conceda prioridad a la equidad.

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