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La Primavera Árabe fue la primera de una serie de masivas movilizaciones del siglo XXI, que se repitieron en muchos países. En ellas millones de mujeres y hombres de todas las edades alzaron la voz para exigir la democratización de sus países, protestar contra los autoritarismos, la corrupción, las desigualdades, la injusticia, el desempleo, la falta de oportunidades, las violaciones a los derechos humanos, la libertad de expresión, entre muchas otras. Todo comenzó en Túnez, siguió en Egipto, Irak, Siria y se extendió a Occidente. El movimiento 15-M, la movilización estudiantil en Chile de 2011-2013, el movimiento Yo Soy 132 en México, Occupy Wall Street, las protestas en China, los Chalecos Amarillos en Francia, Black Lives Matter en Estados Unidos, el #8 en México o las marchas anticorrupción en Guatemala son solo algunos ejemplos de un creciente descontento ciudadano con sus gobiernos y del auge de formas alternativas de participación diferentes a las tradicionales.
Colombia no es la excepción. Los movimientos estudiantiles, la minga indígena, los paros y las movilizaciones ciudadanas donde los jóvenes han sido los protagonistas entraron en un receso cuando comenzó el COVID-19, pero crecieron como espuma hace unos meses. Las razones para protestar son múltiples, diversas y, sobre todo, válidas.
Todas estas movilizaciones han tenido un elemento común: un profundo cuestionamiento a las falencias del Estado y el funcionamiento de la democracia. Por eso no debe sorprenderle a nadie que la movilización social y quienes participan en ella tengan un propósito y un contenido político. ¿Acaso exigir que se cumpla lo que prevé el Estado social de derecho que contempla la Constitución del 91 o cumplir el Acuerdo de Paz no conllevan un contenido esencialmente político? Por eso llama la atención que se pretenda descalificar las protestas, a quienes participan en ellas y a sus líderes porque tienen propósitos políticos. La política no se agota en las elecciones, pero estas son parte importante de ella. Más extraño aún resulta el llamado de dos representantes del Centro Democrático al Consejo Nacional Electoral para exigir que no se permita que miembros de Fecode sean jurados de votación porque uno de sus dirigentes manifestó que la meta eran los comicios del 2022. De ser así, ¿un dirigente gremial de una organización social o estudiantil que expresa sus aspiraciones políticas tampoco podría ser jurado?
Al respecto, un análisis sobre las movilizaciones en Chile y Colombia señala que “a pesar de que (los ciudadanos) se han movilizado sin la participación clara de ningún grupo político organizado, el éxito de los respectivos movimientos con el paso del tiempo está supeditado a la capacidad de estos de establecer una agenda posible, que convierta la movilización de la calle en una fuerza política organizada que no solo sorprenda a los políticos gobernantes, sino que también se convierta en una alternativa que pueda imponerse electoralmente”. De no dar este paso, se corre el riesgo de que la movilización social se diluya y se pierdan el impulso y los logros alcanzados hasta ahora. Y, lo que es peor, que se repriman, como sucedió en muchos de los países protagonistas de la Primavera Árabe. Es importante evitar que se incremente la polarización que viene en ascenso y que esto les abra las puertas a salidas extremas.
