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Los partidos políticos son un factor que incide en la calidad de la democracia. Por eso es preocupante que en muchos países, incluyendo a Colombia, atraviesan por una crisis de credibilidad y legitimidad. Esto se debe a que han dejado de cumplir funciones que, como señalan los estudiosos de este tema, son inherentes a su razón de ser. Estas son, entre otras, la capacidad de representación de sectores diversos de la sociedad, la coherencia ideológica con sus principios y entre estos últimos con lo que hacen sus dirigentes y miembros. En muchos casos las decisiones se toman sin consultar a los miembros y con prácticas poco transparentes. Esto implica que estas no sean democráticas ni incluyentes.
La Misión Electoral Especial (MEE), que se creó en el marco del Acuerdo de Paz entre en el Gobierno y las FARC-EP, recibió el mandato de elaborar una propuesta sobre el sistema electoral y de partidos. Con relación a estos, se identificó que “las reglas consagradas en la Asamblea Nacional Constituyente no establecieron límites en la presentación de listas y candidatos incentivando los personalismos y la competencia intra partidista (...). El éxito electoral de las organizaciones políticas sigue dependiendo en mayor medida en la reputación individual de los candidatos que de los proyectos programáticos partidarios (…). La dinámica política dificulta la participación efectiva de nuevos candidatos, particularmente de mujeres” (Resumen elaborado por el Instituto Holandés para la Democracia Multipartidaria, encargado la de la Secretaría Técnica de la MEE).
Este diagnóstico sigue vigente y es uno de los factores que contribuye al descrédito de los partidos. A esto se suma que el sistema de financiamiento favorece las prácticas clientelistas, distorsiona la competencia política, nutre el clientelismo, la corrupción y el ingreso de dinero mafioso. Además, las reglas vigentes sobre la distribución de los recursos públicos se basan fundamentalmente en la fuerza electoral del partido el 90 % proporcionalmente según el número de votos recibidos. Esto se traduce en que los partidos tradicionales y mayoritarios reciben la mayoría de los recursos estatales, y por ende tienen mayores probabilidades de ganar.
Además, para subsanar la insuficiencia de los recursos estatales, los partidos dependen primordialmente de recursos privados, cuyo origen con frecuencia es de difícil trazabilidad y favorecen a los partidos y candidatos más afines a sus intereses, que no siempre representan los intereses y necesidades de los electores sino de quienes los financian. Esto se traduce en restricciones al ejercicio electoral de partidos nuevos, su fortalecimiento, y limita la representación política y de las mujeres.
La reciente conformación de las listas al Senado y a la Cámara para las elecciones de marzo de 2026 demuestran que en muchos casos siguen primando el nepotismo y la prevalencia de clanes políticos tradicionales, incluso algunos con nexos con personas relacionadas con actividades ilegales.
En las elecciones presidenciales, con cerca de cien precandidatos, el panorama no es más alentador. No sorprende que con el populismo, una avalancha de propuestas, algunas radicales que ponen en riesgo el Estado de Derecho y alimentan la polarización, y otras que no plantean soluciones concretas, sumadas a las rencillas al interior de las colectividades, los ciudadanos no crean en los partidos, estos pierdan credibilidad y legitimidad, y se debilite la democracia.
