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La creciente violencia verbal con la que nos comunicamos día a día en Colombia tiene efectos en el aumento de la polarización que vive el país, la intolerancia y el incremento de la violencia física, política, criminal e incluso en el ámbito familiar y del círculo de amistades. Esto no solo lleva a rupturas irreconciliables, sino a la pérdida de vidas. En el ámbito público, esto tiene consecuencias políticas. Una de ellas, como se está viendo en muchos países, es la radicalización de los extremismos de derecha y de izquierda, el silenciamiento del otro e incluso su eliminación. Este fenómeno parece haber aumentado, o quizá se ha visibilizado más con el uso masivo e indiscriminado de las redes sociales. Su inmediatez con mucha frecuencia hace que las personas reaccionen y opinen “sin filtro”, sin medir las consecuencias de sus palabras y, sobre todo, su impacto en la convivencia. Esto interfiere en la posibilidad de dialogar, escuchar argumentos, dirimir diferencias, llegar a acuerdos y construir consensos.
Las recientes elecciones europeas son un llamado de atención sobre las consecuencias que puede traer la violencia verbal. La derecha más radical obtuvo triunfos y avances significativos en varios países. Muchos de estos candidatos lo lograron acudiendo a narrativas y discursos xenófobos, excluyentes y radicales, que buscan cerrarles las puertas —literal y simbólicamente— a los migrantes que huyen de sus países por razones políticas, religiosas, de violencia, desastres naturales o condiciones de vida precarias. A ellos les atribuyen muchos de los problemas que tienen en sus países. Con este argumento sustentan sus propuestas, muchas de ellas populistas y que promueven que el nacionalismo, de muy ingrata recordación en varios de estos países. Pero no solo Europa vive este fenómeno. Donald Trump, candidato presidencial en los Estados Unidos y eventual presidente de su país, también se ha caracterizado por la violencia verbal con la que se refiere a sus opositores y críticos, a los jueces y, por supuesto, a los migrantes, a quienes califica de delincuentes y afirma que “son gente áspera, en muchos casos procedentes de cárceles, prisiones, instituciones psiquiátricas, manicomios”. Colombia tampoco está exenta de estas manifestaciones de violencia verbal, tanto por parte de la derecha como de la izquierda, como de usuarios de las redes sociales que no escatiman palabras para insultar y agredir verbalmente a quienes no comulgan con sus ideas.
La lingüista Cecilia Balcázar de Bucher, en un discurso que pronunció hace poco en la Academia de la Lengua, dijo: “Y el lenguaje no nombra una realidad que esté allí afuera, preestablecida, como se creyó siempre —como la gran mayoría lo sigue creyendo—, sino que crea esa realidad, sin que seamos conscientes de ello. Crea la cultura en la que vivimos, las narrativas de las religiones, las ideologías científicas, políticas, culturales, sociales, y, de manera muy profunda e ignorada, nuestra identidad como sujetos”. Una realidad que en Colombia, a través del lenguaje y la palabra, con frecuencia se torna violenta, silenciadora, hostil, discriminadora y excluyente.