Entre los años 60 y 70 del siglo pasado, Bolivia, Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Ecuador y Brasil tuvieron golpes militares. Cuando cayeron estos dictadores, muchos pensaron que el tránsito a la democracia marcaría una época de tranquilidad y prosperidad. Pero las esperanzas quedaron truncas, por lo menos durante buena parte de los años 80. La llamada década perdida de América Latina estuvo marcada por una profunda crisis financiera en estos años e incluso hasta mediados de los 90 en algunos países. Esto tuvo graves efectos en la ciudadanía, en particular en los sectores más pobres. A pesar de esto, en varios países —exceptuando a Venezuela, Cuba y Nicaragua— la llegada del siglo XXI trajo consigo crecimiento económico, relativa estabilidad y el retorno a la democracia, con imperfecciones, pero al fin y al cabo democracia que por lo menos mantenía las formalidades liberal-democráticas.
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Sin embargo, la fiesta no duró mucho tiempo. El anquilosamiento y la incapacidad de las instituciones para responder a las demandas ciudadanas, el aumento de la pobreza y la desigualdad, la corrupción, la violencia, la inseguridad y la internacionalización de la criminalidad alimentaron la frustración de los ciudadanos y la desconfianza en los gobernantes, los partidos y las élites tradicionales, y fueron el detonante de las masivas y en ocasiones violentas protestas sociales en 2019 y 2020. Si bien estas terminaron abruptamente con la aparición del COVID-19, este visibilizó aún más las falencias, debilidades y el descrédito de los gobiernos y sus instituciones.
Para muchas personas, todo esto justifica apoyar nuevos proyectos políticos emergentes, aun a costa de sacrificar valores y principios inherentes a las democracias, como el Estado de derecho, los pesos y contrapesos entre las ramas del poder público, la independencia de los organismos electorales y el reconocimiento de los resultados de las votaciones, entre otros. Son proyectos liderados por gobernantes autoritarios, personalistas y populistas que, para lograr sus propósitos, violan derechos fundamentales y coartan los derechos de la oposición, la libertad de prensa y de expresión. Todo esto sucede con frecuencia con la aquiescencia de una ciudadanía hastiada. Nayib Bukele en El Salvador, Jair Bolsonaro en Brasil y Javier Milei en Argentina —la nueva “revelación”— son algunos de los exponentes de este modelo.
En contextos de polarización, con partidos y congresos fragmentados, instituciones detenidas en el pasado, corrupción creciente, permeada y alimentada por el incremento de la criminalidad y el narcotráfico, repensar la democracia en América Latina no da espera. Aun cuando algunas instituciones políticas y electorales deben reformarse y fortalecerse para garantizar su independencia y transparencia, esto no es suficiente. Es necesario pensar en un nuevo pacto ético y moral para reconstruir la democracia. Una democracia que anteponga el interés general sobre los intereses particulares, elimine las profundas desigualdades que persisten en nuestras sociedades y blinde el quehacer político de las mafias, para que cesen los asesinatos de candidatos que se atreven a denunciar a los corruptos, como sucedió hace unos días en Ecuador. “La fatiga de las democracias”, como la denominó el politólogo Manuel Alcántara, o “las democracias deprimidas”, en palabras del escritor y periodista Andrés Oppenheimer, son una señal de alerta que no debe minimizarse.