De la novela “Campos de flores en arenas movedizas”.
─Realmente necesito su ayuda ─dijo el Florista, un hombre de buenas maneras y con un físico al que parecía que, en los últimos dos años, el tiempo se hubiera ensañado con él.
No era una solicitud, era un ruego.
─Con la caída del dólar los ingresos se han reducido espectacularmente en muy poco tiempo, algo que usted sabe en forma muy clara. Necesito pagar nóminas y cancelar proveedores. De lo contrario el banco se quedará con las fincas. No hay de otra.
Este argumento lo utilizaban todos los que tenían el mismo problema: «O me dan la plata o se quedan con la finca y cientos de empleados cesantes».
─Doctor, usted sabe que desde hace tiempo hemos venido trabajando juntos y he apreciado su cumplimiento, pero tengo orden tajante de la Gerencia General que ni un peso para la industria de la flor. Créame, si fuera por mí, no dudaría en darle el préstamo, pero órdenes son órdenes.
El gerente dejó pasar los segundos siguientes para ver cómo el Florista encajaba el derechazo directo a la mandíbula.
─No, hombre, ¿cómo me va a hacer eso?
El Florista también esperaba esa respuesta. No en vano los últimos años habían sido pura y dura gimnasia bancaria.
─Aquí tengo la información sobre todos los empleados que el banco va a dejar sin sueldo. ─Y le mostró un listado con las sumas que necesitaba pagar.
En la mañana el gerente había hablado con el jefe de crédito de la oficina principal para contarle sobre la cita que tendría; este le dio un pequeñísimo margen de negociación. Después de dar la impresión de que había visto con interés los documentos, le dijo:
─Le propongo lo siguiente, con mi nombre en juego. Le doy un sobregiro por la mitad de lo que usted me pide, pero me lo tiene que cubrir a fin de mes. De lo contrario, la oficina jurídica le complicará la vida a usted; y a mí, después de 25 años de trabajo, me botan por exceder mis atribuciones. Es lo máximo que puedo hacer.
El Florista descansó. Tenía 20 días más. Había esperado mucho menos. Llevaba tres noches sin dormir, porque veía cómo se estaba hundiendo lentamente y sin remedio.
─Camilo, le agradezco. Algo es algo.
─Usted sabe, doctor, que cuando se puede ayudar, tratamos de hacerlo de la mejor manera posible.
Se dieron la mano y el Florista salió hacia su automóvil. El tráfico había colapsado Bogotá; la polución y los embotellamientos dejaban una atmósfera con olor a gasolina y con nervios crispados. A pocas cuadras quedaba el club donde era socio, igual que lo había sido su padre.
En el club en el norte de Bogotá
Después de parquear en un sitio conveniente, el Florista llegó a la entrada. El portero lo saludó como siempre. Caminó hacia el amplio hall. A la derecha estaban las escaleras que lo llevaban al baño turco. No había un alma, solo Jiménez, el encargado de esta parte del club.
Se dirigió a los lockers. Se desvistió y colgó ordenadamente la ropa en uno de ellos. Ya Jiménez, un hombre alto con ojos muy pequeños, buen conocedor de su oficio, le tenía lista una toalla.
─Por favor, tráigame un Buchanan doble con bastante hielo y me lo deja en la mesita donde tengo el periódico y el celular. Gracias.
La temperatura estaba más alta que de costumbre. Sintió cómo las gotas de sudor iban deslizándose por todo el cuerpo. Una figura atlética cansada, como si la vida lo hubiera derrotado. Lo que ocurre usualmente: entre más se le pelea a un problema más lo atrapa a uno, como las arenas movedizas.
A los veinte minutos salió y se recostó en una silla de extensión en la sala de descanso. Jiménez le había dejado una bata. Se la puso, se acomodó y empezó a leer el periódico. El primer trago le entró en forma exquisita. Podía aguantar mucho alcohol, pero detestaba a los borrachos.
Se escuchó el teléfono del baño turco.
─Doctor, es su señora. ¿Le paso la llamada?
─Pásemela, gracias.
─Hola, te busqué en la oficina, pero como no te encontré me imaginé que estabas en el club. ¿Cómo te fue en el banco?
─Pues bien, más o menos.
─¿Podrías ser más específico o tengo que adivinar el resto?
─No me vayas a vaciar ahora.
─Simplemente me desespera que aquí la única que no sabe nada sea yo. El resto me entero por las amigas.
Dos personas con los mismos ideales que poco a poco iban mutando. Las charlas eran más bien peleas de perros y gatos.
─Las niñas están ilusionadísimas con ir a Miami. Hoy me sacaron a la fuerza para hacer algunas compras. Puedes esperar una tarjeta de crédito bastante cargadita a final de mes. A mí lo del viaje me parece una locura en estos momentos.
─Veamos cómo van pasando las cosas. Ya sabes que Miami para mí es trabajo, pero ojalá Maritza, Pilar y tú disfruten. Beso. Nos vemos en la casa.
Había planeado el viaje con la familia una vez atendiera a Harvey, su cliente inglés.
***
YouTube (lo hice en las llamadas Cinco Tierras, en Italia, mar de Liguria, con una canción nostálgica a la italiana que me encanta):