El pudor intelectual y la prudencia académica me han guardado, gracias al cielo, de opinar sobre temas que desconozco.
Por ello nunca me sentiría autorizado para hacerlo, con propiedad, sobre aquellos que corresponden por ejemplo a la botánica, la medicina, la teología o el derecho. La sabiduría popular ha acuñado este principio al decir, “zapatero, a tus zapatos”.
La importancia fundamental del conocimiento para tratar algún tema y opinar con autoridad sobre él es aún mayor cuando se trata de problemas y situaciones complejos como los socioambientales, en los que interactúan multitud de disciplinas y variables provenientes de diversos campos del conocimiento como las ciencias sociales, las naturales, las económicas y la tecnología, en un marco de incertidumbre creciente, que resulta de la excesiva presión humana sobre los recursos y los ecosistemas del planeta. Los resultados de estas interacciones son muchas veces impredecibles desde una lógica lineal y disciplinar. Es por ello que en el mundo, las acciones y proyectos que tienen alto impacto sobre el medio ambiente y sobre la sociedad requieren estudios que combinan muchos campos del conocimiento, que implican análisis complejos y profundos y además, requieren del tiempo necesario para realizarlos y del concurso de especialistas en los diversos campos.
Como resultado de estos estudios, el Estado, en su carácter de administrador del medio ambiente como bien público, utiliza la licencia ambiental como instrumento que permite realizar una cierta actividad o desarrollar un proyecto bajo unas determinadas condiciones y restricciones, con el objeto de prevenir, reducir y compensar los impactos negativos que su ejecución pueda tener, o también prohibir su realización cuando sus efectos puedan ser tan graves o inciertos que colocan en riesgo el bienestar social y la salud de los ecosistemas de cuyos servicios éste depende. Es en este último escenario cuando debe aplicarse el denominado principio de precaución, que está vigente en la legislación colombiana.
La licencia ambiental es, pues, mucho más que un simple trámite administrativo que debe procesarse rápidamente para atraer a los inversionistas; es un instrumento de planificación y control, que permite dar prioridad al interés público sobre el interés privado y no al contrario, y que por lo tanto, merece prepararse con cuidado sobre bases sólidas de participación, conocimiento e información. Sería una grave equivocación que el criterio válido para autorizar rápidamente actividades y proyectos se basara exclusivamente en consideraciones económicas de corto plazo, y en las dificultades presupuestales que ya se anuncian.
Es por esto que me ha sorprendido la insólita y pertinaz polémica impulsada por el columnista y abogado Ramiro Bejarano, al criticar de manera muy dura e injusta las opiniones y actuaciones de quienes denomina “ambientalistas radicales”, a quienes tacha de obstaculizar el progreso del país con sus actitudes supuestamente retardatarias, fundamentalistas y exageradas. Olvida el columnista que son estos “ambientalistas radicales”, entre los cuales muy probablemente me ubicaría, los que han luchado en defensa del bien común y de los derechos de los ciudadanos a disfrutar de un ambiente sano y llevar una vida digna, tratando de buscar el camino hacia la sostenibilidad del desarrollo y la equidad, en un país agobiado por la violencia, la desigualdad y la pobreza. Sin su aporte, muy probablemente muchas de las áreas protegidas, de las cuales depende el agua para millones de colombianos, no existirían y el territorio nacional sería un campo abierto a la codicia y la injusticia para apropiarse del territorio y sus recursos.
Los “ambientalistas radicales” se ocupan entonces, de librar una continua y a veces quijotesca lucha buscando que los impactos negativos del desarrollo sobre la sociedad y el mundo natural no superen su capacidad para brindarnos servicios como agua y aire limpios, biodiversidad sana producto de unos ecosistemas saludables. Es esta visión la que finalmente, con una mirada de largo plazo, nos permite entender que lo esencial es construir territorios sostenibles para poder mantener y mejorar la calidad de vida de todos los colombianos de hoy y de mañana.
Con respecto a la minería, que es lo que aparentemente está detrás de esta polémica, reconocidos economistas han concluido, sin que hasta ahora se haya desmentido, que esta actividad le cuesta más al país en exenciones y beneficios tributarios que las regalías y beneficios económicos que produce, y eso sin contar los enormes impactos ambientales y sociales. La visita a las zonas mineras tanto legales como ilegales, por ejemplo, en la zona carbonera del Cesar o en el arrasado cauce del río Dagua, permite ver los tremendos costos sociales y ecológicos que causanestas explotaciones y la incapacidad del Estado para regularlas y controlarlas.
Las anteriores razones hacen evidente el papel fundamental que desempeñan la ciencia y el conocimiento en la planificación, la autorización y el control de las actividades que impactan fuertemente a la sociedad y el ambiente. Es en este campo donde deben primar los principios y las razones del bien común y la visión de largo plazo. Es decir, donde es más necesario poner en práctica una política de Estado efectiva, basada en el conocimiento, la información y la participación cualificada, que busque el desarrollo sostenible que establece la Carta Constitucional para Colombia. No hacerlo es como volar a ciegas hacia el futuro.
* Ernesto Guhl Nannetti