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“LOS INTEGRANTES DEL MOVIMIENto Diecinueve de Abril (M-19) son los únicos y exclusivos responsables del ataque y la ocupación del Palacio de Justicia, al planear y ejecutar la Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre, cumplida durante los días 6 y 7 de noviembre de 1985”.
Ahí tenemos la primera conclusión a la que llegó el Tribunal Especial de Instrucción que se integró con el fin de esclarecer los hechos y determinar las responsabilidades en el salvaje ataque que el M-19, financiado por Pablo Escobar, adelantó contra las instalaciones de las altas cortes.
Han pasado 23 años desde ese espeluznante día en el que un comando terrorista pretendió tomarse el poder político nacional, capturar al Presidente de entonces, pasarlo al banquillo de los acusados, condenarlo y fusilarlo en el marco de lo que llamaban “juicio popular”.
Con el transcurso de los años, la realidad ha sido deformada. Los responsables de la aleve intentona golpista fueron amnistiados, mientras que quienes los contuvieron con las armas de la República se consumen en la cárcel, recordando una gloria del pasado que hoy se recubre con el manto de la ignominia.
Los que dirigían a la organización terrorista se salieron con la suya. Primero fueron responsabilizados. Dos jueces los acusaron por homicidio, tentativa de homicidio, secuestro, falsedad, terrorismo e incendio. Gracias a esas paradojas de la vida y a la generosidad de un pueblo hastiado del desafío barbárico, recibieron una apresurada amnistía que les permitió bajar de las montañas del Cauca a ocupar los despachos públicos más significativos. El merecido calabozo les fue conmutado por sendos cargos diplomáticos que aprovecharon para pulir, a expensas del erario, su discurso de odio y resentimiento.
La impunidad de que fueron beneficiarios no satisfizo su voraz apetito de venganza. Ante todo, querían desquitarse de aquellos que les truncaron sus planes criminales. No había culminado su desmovilización cuando, apoyados por los colectivos y las comisiones de abogados al servicio del terror, comenzaron la más sigilosa e infame guerra: la jurídica.
Los culpables, los victimarios, los secuestradores, los asesinos, los pirómanos, hicieron lo correspondiente para deformar lentamente la realidad.
Su estrategia no tuvo límites: profanaron una fosa común; ordenaron la devolución irregular de unos cuerpos, dilatando a toda costa las prácticas de unas pruebas de ADN de otros más, porque saben que con los resultados de esos exámenes se acabará la fábula de los desaparecidos. Al fin y al cabo, ellos no están detrás de la identificación de unos restos óseos, sino de las multimillonarias indemnizaciones a que tendrían derecho los familiares de esas supuestas “víctimas de agentes del Estado”.
Aunque toda esta locura en la que se ha convertido el proceso del Palacio de Justicia pareciera no tener una explicación convincente, esta semana el coronel Alfonso Plazas Vega, uno de los tantos héroes que durante los días de la toma se jugaron la vida para evitar que el Estado se desplomara, lanzó un documentado libro en el que no sólo demuestra su inocencia, sino que, con pruebas irrefutables, nos recuerda lo que algunos quieren hacernos olvidar: que en el M-19 recae la única responsabilidad de esa absurda hecatombe.
