Vamos en el carro de mi amiga Isabel Barragán, una nave alemana, Merceditas por más señas, cuando, de pronto, el motor empieza a hacer taca taca taca.
El aire acondicionado se apaga, blurb, blurb, blurb. Isabel, en shorts de bluyín, se ve espléndida, demasiado sexy para el gusto macarrónico de los machos de Medallo, más propensos a la exuberancia de una Kim Kardasian que a la sensualidad escueta de una Scarlet Johansson o de una Rachel McAdams en el papel de Antigone Bezzerides en True Detective 2. “¿Tú sabes mecánica, Mejillón?”, me pregunta. “Ni mu”, confieso, honesto y modesto. “Mal marido”, replica con aspereza y saca el celular para llamar a Nano, ese sí esposo remacho en mecánica, ganadero de última generación. “Ya vienen los técnicos”, me datea mientras nos sentamos a la sombra de la camioneta.
“Acabo de leer una novela conmovedora”, dice. “Juego de niños, de Guido Tamayo, editada en enero pasado por Literatura Random House”. “Yo también la leí”. “Es la recreación de la infancia de tres hermanos, Miguel, Lucho y Fernando, en una Bogotá más o menos nostálgica, encandilados por la belleza de la cocinera de su casa. Para un lector políticamente correcto la vaina puede parecer excesiva”. “O brusquísima”, apunto. Sonríe, a pesar del bochorno, la tarde va a desvanecerse en aguaceros: “Me gustó mucho su prosa poética”. Y añade: “Más la manera de contar la historia desde distintos puntos de vista, sin que uno se enrede o se aburra. Tiene el misterio de las novelas breves. De las buenas novelas breves, quiero decir”. “Amén”, digo.
“Y me gustaron los cuatro crucigramas, medio resueltos, con palabras claves, como furtivas notas de pie de página”, dice Isabel. “Bacano ese guiño experimental”, digo. “La primera novela de Guido Tamayo también es soberbia: El inquilino, publicada por Debolsillo en 2013”, dice. “Narra los últimos días de Manuel de Narváez, trasunto del escritor colombiano Miguel de Francisco, triste, solitario y final, muerto en París en 2006, y cuyo alejamiento de Colombia recuerda, guardando las debidas proporciones, los desarraigos de Ricardo Cano Gaviria, Luis Fayad, Marco Tulio Aguilera Garramuño, Eduardo García Aguilar y otros, para quienes «el exilio ha sido otra patria». Es una historia íntima, vívida, escrita con las entrañas”.
Hace una maroma con el bolso y saca El inquilino. “Manuel de Narváez o Miguel de Francisco es un letraherido, como tú, como tantos: «Escribe para vivir. Escribe porque nada tiene más sentido que escribir. Ni el amor, ni la muerte a la que aguardará escribiendo. Escribe porque no sabe hacer nada más sobre la Tierra. Escribe porque la escritura le recupera el pasado. Escribe porque así inventa las vidas que no ha podido vivir. Escribe porque así hace el presente, lo llena de vida. Escribe porque tal vez así haya un futuro»”.
En ese momento llegan los técnicos y se ponen a mariquiar con el motor. Ella vuelve a Juego de niños. “¿Resolviste los crucigramas?”, me pregunta. “Todos, menos una pregunta”. Le muestro la página 63 y leo en voz alta: “Mezclarse líquidos para repotenciar”. “Fácil”, exclama un mecánico. “Merarse”. Plop, a lo Condorito. “Señorita, conviene echarle gasolina al carro antes de salir por ahí con el novio, y luego merarla con un aditivo bien potente”, y el hijuemíchica la empelota con la mirada. Tocará llamar a Nano, pa’ que se encargue, marido multitask él.
Rabito de paja: no me cansaré de repetir: Santos es pésimo, pero Uribe es peor.