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Mi hermano Juan Cristóbal era un lector infatigable, omnívoro, un extraviado intelectual incomprendido, a lo Jean Paul Sartre. Vivió como quiso y quiso lo que vivió. Con matrícula de honor, semestre a semestre, estudió Ingeniería Forestal en la ya legendaria Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional, sede de Medellín, pero cuando uno le preguntaba “Juancho, ¿y ese qué árbol es?” ponía mala cara y decía: “Buscate un agrónomo para que te diga”. Lo amé a distancia, porque nunca vivimos juntos, ni en la sobredimensionada niñez ni en la desacreditada adolescencia, hijos de una familia disfuncional, a mucha honra.
Hace tantísimos años me recomendó una novela única e irrepetible como él. Bajo el volcán (Under the volcano, 1947), del todavía más único e irrepetible Malcolm Lowry. Sé que derroché mis ahorros de la época, compré el libro y lo leí dos o tres veces. Lo he buscado por dentro y por fuera de mi biblioteca sin poder hallarlo.
Al principio de esa majestuosa y laberíntica exploración del alma de Geoffrey Firmin, el alcoholizado cónsul británico en Quauhnahuac, estado de Morelos, México, hay un fragmento del coro de ancianos de Antígona, tragedia de Sófocles del año 441 antes de Cristo. Es y no es una anticipación a los vericuetos de la novela. Para mí siempre ha sido un batacazo fulminante sobre lo inevitable de la muerte. Los ancianos empiezan su canto alabando al ser humano: “De cuantas maravillas / pueblan el mundo, la mayor, el hombre”. Y a renglón seguido describen algunas de sus habilidades. “En alas del Noto entre la bruma / cruza la blanca mar, sin que le asombre / la hinchada ola de rugiente espuma. / Y a la Tierra también, la anciana diosa, / incansable, inmortal, ha domeñado con sus ágiles mulas, / yunta airosa, que año tras año le hincan el arado”.
El coro se exalta. El hombre es “ingenioso y sagaz” y “con primor se amaña, / y bajo el yugo domador sujeta / al resistente toro de montaña, / al potro hirsuto de cerviz inquieta”. Su superioridad se vuelve incuestionable al adquirir el lenguaje y el pensamiento “que corre más que el viento”. Esquiva “los flechazos del hielo astuto” y se resguarda del “chubasco importuno”. Y así, entre lisonjas y piropos, la apología llega al clímax: “Su avance no detiene azar alguno, / y no hay dolencia que le salga al paso / que a soslayar no acierte”. Sin embargo, tiene un problemita: “De solo un mal no escapa: de la muerte”.
24 o 25 siglos de cotidiana comprobación dan al coro de Antígona un distintivo de verdad absoluta. La muerte llega y arrasa con todo lo de los vivos. Al muerto ya nada le importa. Le vale huevo si se cumple o se incumple su precaria, imprecisa y última voluntad. “Ahí les quedo”, murmuran sus cenizas. Para los que seguimos “libres en los campos”, la vida no será igual: cambian nuestros recuerdos, afloran melancolías o gozos que habíamos almacenado en los desvanes del corazón, revivimos lo vivido con nuevas o antiguas esperanzas, confiamos ilusos en la prolongación de la existencia, nos negamos a penar como el enfermo, a morir como el muerto.
¿Por qué acudo a la literatura para hablar de la realidad de la muerte de mi hermano? Hace años creo que todo es ficción mientras no se demuestre lo contrario, como en este caso. Vivo entre ficciones, y no quiero bajarme de ese pedestal, de esa censurable torre de marfil. Así la vida me duele menos, me dura más. A no dudarlo, Juan Cristóbal me entendería.
Rabillo. A ustedes, amables lectores, gracias por su comprensión al permitirme compartir con ustedes mi dolor, mi desasosiego, mi duelo.
