Hay mucho de saudade en Soñamos que vendría con el mar (Alfaguara, septiembre de 2016), la nueva novela de Juan Diego Mejía.
Es la narración de un pasado heroico, excepcional, imberbe y fosfórico, un pretérito en el que este planeta se movía más rápido que ahora. La década de los 70 del siglo 20, el setentaipico, fue un vendaval sin rumbo, como dice una criatura literaria muy cercana a mi corazón: “La conciencia, la rebeldía, la eclosión de cierto pensamiento incierto. Y la utopía, la insurrección, el fin de la prehistoria de la humanidad. Los que nada tienen querían que nada quedara igual: arriba lo que está abajo. Y viceversa. Hacer el amor era mejor que hacer la guerra. La imaginación estaba por encima del poder. El tigre de papel ardía por doquier. El dogma era la dialéctica de lo concreto. Las masas mandaban. El individuo, alienado, obedecía. El Gran Timonel nos guiaba y la Banda de los Cuatro invernaba en sus cuarteles de verano. Los dinosaurios aún no figuraban en el menú jurásico. El Muro de Berlín era apenas una cortina de hierro. El esoterismo de retorcía en los divertículos de la religiosidad. Full chévere”.
Juan Diego vivió aquella época a tutiplén. Le creyó al difunto Pacho Mosquera y se “descalzó”, es decir, se fue para el campo, a un pueblito en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, aún hoy difícil de localizar en Google Maps. Marchó no a hibernar sino a hacer el deber de todo revolucionario, o sea, la revolución. Allí vivió varios años, debatiéndose entre ser escritor o cuadro del MOIR. Por fortuna —y lo digo con agrado— a la final ganaron la sensatez, la inteligencia y el coraje de reconocer y rectificar los errores. Como tantos otros, Juan Diego se “mareó”, esto es, se bajó del tren, el tranvía, el barco, la locomotora o el bus de esa frenética utopía. Volvió a Medellín y se concentró en dos pasiones menos decepcionantes: la literatura y las matemáticas.
En 1982, todavía bajo el impacto de lo que había vivido (y de lo que había dejado de vivir) publicó su primer libro, Rumor de muerte, colección de cuentos en la que se aboca o se desboca a sondear lo que esa experiencia de rasgadura y desamparo significó para él y para decenas de “descalzos”. Allí no hay nostalgia sino ánimo de desquite, furtivas revanchas contra los pendejos, arribistas y “cucarrones” dentro y fuera del Partido, con P mayúscula, por favor. Una vindicta, además, contra los criminales de siempre, terratenientes de mala fe, según se dice ahora, y militares corruptos a favor de la injusticia social.
21 años después, Juan Diego publicó El dedo índice de Mao (2003), novela en la que rumia sobre hechos similares, esta vez con menos inquina, mera sublimación literaria: confrontación a íconos ya derrumbados, a los tigres de papel al otro lado del espejo marxista-leninista. Y ahora, en 2016, casi 35 años después de su primer abordaje al alma de “los fogoneros de la revolución” del setentaipico, aparece Soñamos que vendrían por el mar, en la que la ternura y la añoranza han reemplazado el furor y la rabia. Como dije al principio, es una novela teñida de saudade, una piadosa nostalgia, una apacible melancolía que envuelve al lector con elegancia y precisión. Si quieren saber lo que cuesta creer en uno mismo, por favor, léanla. Léanla ya.
Rabito: “¡El pago de impuestos es un acto de alta traición, negarse a pagarlos es el primer deber del ciudadano!” Karl Marx, 16 de noviembre de 1848.