La sala de espera del consultorio está llena de viejitos. Seis o siete. Más mi amiga Isabel Barragán y yo. Una cucha renguea hacia la enfermera. Señorita, por favor, ¿me da la clave del guaifai? Me quedo boquiabierto y con las órdenes de la colonoscopia en las manos. Isabel sonríe con marrulla y sigue leyendo como si nada.
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Me muestra la carátula del libro: La oscura memoria de las armas, de Ramón Díaz Eterovic, en LOM Ediciones. ¿Por gusto o por estudio?, le pregunto, pues en ese momento me acuerdo de que está haciendo una maestría virtual en literatura policiaca en la Université de la Rue Morgue de París. Ambos, dos, dice sin ambigüedad. En el módulo de novela negra en español me tocar leer a un jurgo de autores de aquí y de allá.
Pestañea o parpadea. He leído al mexicano Rafael Bernal en El complot mongol, pionero inmenso en América Latina. Al catalán Manuel Vázquez Montalbán y su detective Pepe Carvalho. Dos o tres veces seguidas al argentino Mempo Giardinelli con Luna caliente, exquisita mezcla de crimen y erotismo. También leí Triste, solitario y final, obra triunfal del buenazo de Osvaldo Soriano, marplatense de oro.
Hace una pausa breve, los ojos entrecerrados de dicha. Leí a Yuri Herrera en La transmigración de los cuerpos, contestataria, sarcástica, entretenida. Al bogotano Roberto Rubiano Vargas y su lectura transversal de los hechos en Banzai, violencia en la carretera. Y, por supuesto, leo y releo a tu sensei Élmer Mendoza, capo di tutti capi de la narco literatura mexicana, y su policía Edgar “El Zurdo” Mendieta en pleno Culiacán, Sinaloa, ni más ni menos.
¡Carajo si has leído, Chavela! Y lo que me falta, se emociona. Imposible no admirarla: hermosa, deseable, inteligente, lectorísima. Mejor que la Ludmilla de Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino, me saboreo con autosuficiencia.
Todos los que te dije son buenos, ¡óptimos!, pero hasta el momento el mejor es este chileno, Díaz Eterovic, dice mientras le da golpecitos a la portada del libro. Abro los ojos como si me fuera a echar gotas. ¿Cómo fue?, digo. Tal cual; Mejillón. Su héroe se llama Heredia. Investigador privado. Casi cincuentón. Vive y despacha en un apartamento en el barrio La Chimba* junto al Mapocho en Santiago de Chile. Su gato se llama Simenon, como debe de ser. Está enamorado hasta la médula de una chica elástica y burletera, mucho menor que él: Griseta. Heredia trabaja en los recovecos de la ciudad, entre piltrafas o escombros humanos, y sus acciones están narradas con limpieza, precisión y solvencia en más de diez novelas. ¡Impecable!
Miro a los cuchitos, requete concentrados en las otras realidades de la web. Cuéntame más de Heredia, le pido a Isabel. Ahora no, replica con displicencia. ¿Por qué no? Porque ya casi llega tu hora, se burla de mí, me saca la lengua y, obvio, vuelve al placer de leer a Díaz Eterovic.
Rabito: “No soy más que el vigía que olvida su nombre mientras deja caer su mirada sobre rostros que no conoce. Un anónimo pasajero que aspira a viajar en paz, aunque a veces la rabia lo impulse a transformar sus manos en puños”. Heredia en La oscura memoria de las armas. Ramón Díaz Eterovic. 2008.
Rabillo: Venezuela parece una mascarada. Nicolás Maduro es la máscara de Diosdado Cabello y Vladimir Padrino. Edmundo González es la máscara de María Corina Machado...
Vademécum: *Chimba: chilenismo. Suburbio o arrabal, especialmente cuando se sitúa al otro lado de un río o una quebrada.
