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¿Se acuerdan de los diez mandamientos de la Ley de Dios? ¿Los han guardado a cabalidad? ¿Seguro? Los adúlteros mienten, los asesinos odian a Yahveh, los ladrones codician a la mujer del prójimo. Etcétera. Así es la vida. ¿Sirve tener normas? Por más ácrata que me considere, sospecho que aceptar y respetar un código favorece la concordia y la prosperidad intelectual de quienes se comprometen a cumplirlo. ¿Estaré delirando?
Fíjense, por ejemplo, en los decálogos literarios. Hay decenas, supongo. A medias, reconozco tres. El primero se llama Decálogo del perfecto cuentista y fue publicado por el escritor uruguayo Horacio Quiroga en 1917. Es más embarazoso de obedecer que las tablas de la ley mosaica. Sexto mandamiento: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas”. Décimo mandamiento: “No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia”. Dos prohibiciones que casi todos los cuentistas soslayan, aunque de dientes para afuera sostengan lo contrario. Quiroga, además, introdujo un axioma que, a mí, novelista irredento, me huele a escupitajo: “Un cuento es una novela depurada de ripios”. Como la vida lo trató tan mal, al pobre Horacio le tocaba exagerar para desquitarse o para hacerse perdonar.
Varios años después, el hondureño-guatemalteco Augusto Monterroso escribió su Decálogo del escritor, menos trascendental y más entretenido que el estatuto de Quiroga. Su primera regla me encanta: “Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre”. ¿Y qué decir de la cuarta norma? “Lo que puedas decir con 100 palabras dilo con 100 palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así jamás escribas nada con 50 palabras”. Monterroso lo ejemplificó al pie de la letra con su célebre cuento El dinosaurio, de 1959: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”: siete palabras, 51 caracteres: una ganga para Twitter.
La tercera normativa literaria es un irónico Antidecálogo del escritor. Lo hizo Jorge Luis Borges hacia 1948, después de que él, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo trataron de escribir a seis manos un relato ambientado en Francia y cuyo protagonista era un joven escritor de provincias. La vaina nunca cuajó, pero de aquel esbozo quedó la lista de 16 consejos sobre lo que un escritor no debe poner jamás en sus libros. Vean la recomendación # 16, muy oportuna en estos días: “Evitar la vanidad, la modestia, la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio”.
Toda esta memorabilia para felicitar a Diego Niño y su libro La noche es una niña traviesa, ganador del XVII Concurso Nacional de Cuento Jorge Gaitán Durán de la Asociación de Escritores y la Gobernación de Norte de Santander, en Cúcuta. Y también para agasajar a los dos escritores con mención de honor: Henry Gómez con Cuentos para hundir un submarino, y Santiago Jiménez con El fracaso atravesando la avenida. Todos ellos han experimentado en carne propia que “dura es la ley, pero es la ley”, sobre todo cuando de por medio están Quiroga, Monterroso y Borges.
Rabito: “Los periodistas son pagados y defienden los intereses de quienes los pagan. Solamente el jefe del Estado representa a la opinión pública y él es el único autorizado a hablar en su nombre”. Teniente General Gustavo Rojas Pinilla, presidente de la República, 1° de marzo de 1955.
