Rabo de paja

El precio de llamarse Víctor Gaviria

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Esteban Carlos Mejía
08 de abril de 2017 - 02:00 a. m.
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Víctor Gaviria es el artista más artista que he conocido en mi vida. Irrepetible, auténtico, ingobernable. Un artista como mandan los dioses de la ira y los demonios de la ternura. No hace películas por la fama ni por la plata: siempre contra la corriente. Tiene alma y corazón de hippie: su ambición es lograr que algún día en su casa no se gaste un peso. Ni uno. En nada. Vivir del aire, como los poetas de antes y de siempre. Mero nefelibata: un fulano que anda por las nubes. Con los pies en la tierra, eso sí.

A los 23 años, en 1978, ganó el Premio Eduardo Cote Lamus con un libro insólito, casi antipoemático: Con los que viajo sueño. Y en 1981 recibió el Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia con La luna y la ducha fría. Por esa época los amigos le pedían que corriera la Vuelta a Colombia a ver si se la ganaba: tanto el vigor, tanta la fertilidad, tanta la osadía. Él apenas se adiestraba, según lo testimonian los versos del poema A los 24 años: “Un hombre antes de ser mayor se desilusiona / de sí mismo / pero continúa pronunciando lo suyo / y en las pausas entre celos y envidias / aprovecha para cantar suavemente.”

Paulatinamente el canto poético de Víctor Gaviria arraigó en el cine. Primero con cortometrajes de ficción y documentales de la vida ordinaria. Después, en 1990, con su primer largometraje, Rodrigo D: No futuro, homenaje a Umberto D, de Vittorio de Sica, y quizás la adaptación de la esencia y las técnicas del neorrealismo italiano a las circunstancias de las comunas de Medellín, menospreciadas, estigmatizadas y martirizadas por el Estado y los mandamases de turno. ¿Han visto Rodrigo D? Como en toda producción de Víctor Gaviria es difícil ver la poesía a primera vista, pues se ha mimetizado entre imágenes prosaicas, boquisuciedades y punk desafinado, aunque esto último sea un pleonasmo, punkeros o punketos me perdonen. Pero la poesía está ahí, lúcida y efervescente y todopoderosa. Lo mismo en La vendedora de rosas (1998), Sumas y restas (2005) y ahora en La mujer del animal (2016), nuevo anclaje a las convicciones de su indomable espíritu artístico.

¿Qué precio paga Víctor Gaviria? La apatía de ciertos festivales de cine, la escasez de público, la hostilidad de los fanáticos. Jamás le darán el Escudo de Oro de Antioquia, como a Maluma y sus Cuatro Babys (sic), ni la Asamblea Departamental le otorgará la Orden de la Antioqueñidad, como al sacristán Alejandro Ordóñez. Jamás. Ni falta le hacen el collar de arepas ni las miradas melindrosas del gobernador. Porque Víctor Gaviria es un rebelde con causa. Trastorna la conciencia de la gente con sus películas de carne y hueso y sus actores naturales, no Hollywood, no escuela del Teatro Libre, no futuro, y sus temas de espanto. Porque Víctor Gaviria confronta sin cesar la realidad de esta Medellín de pacotilla (la más educada de Colombia, la más innovadora del mundo, la tacita de plata, la ciudad de la eterna primavera, la que ahora dizque cuenta con vos). Porque los versos de Víctor Gaviria —en cine, poesía o prosa— nos libran de la hediondez de esta caverna y nos colman de esperanzas. Porque Víctor Gaviria es un artista, el artista más artista que he conocido en mi vida.

Rabito: “Debería escribir mis poemas para los que vienen / después, para que ellos vean mis huellas / inscritas en el humo de la neblina”. Víctor Gaviria. Del libro El rey de los espantos (1992).

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