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La videollamada por Whatsapp con mi amiga Isabel Barragán lleva varios minutos de mutuo coqueteo. Hey, déjame ver más, le pido en confianza. ¿Más?, responde con marrulla. ¿Qué querés ver? ¡Todo! Se retuerce de risa. Eh, pero vean a este tan conchudo, refunfuña entre carcajaditas maliciosas, y yo caigo en cuenta de que la cuarentena nos ha antioqueñizado el lenguaje, bendito sea mi Dios.
Mejor te muestro lo que estoy leyendo, dice, y enfoca un libraco de pasta dura, 713 páginas con textos a ocho o nueve puntos, más de 380.000 palabras, mero desparche de clausura. Es la segunda de las cuatro novelas de Thomas Wolfe, explica con pudor. En inglés se llama Of Time and the River y fue publicada en 1935. En español la han traducido como Del tiempo y el río. Una obra morrocotuda, se emociona. El nombre del autor me suena conocido. ¿Es el mismo de La hoguera de las vanidades?, pregunto. No, ese es Tom Wolfe, casi un homónimo. Thomas Wolfe es anterior, más antiguo, el precursor o pionero o profeta de la mejor literatura estadounidense del siglo XX.
Del tiempo y el río narra con minuciosidad las aventuras y desventuras de Eugene Gant, trasunto del autor, un chico que quiere volverse escritor como sea, dice Isabel. Es una narración prolija, según la palabrota que usan y abusan los locutores argentinos. ¿Prolija? Sí, larga, extensa, dilatada, meticulosa. Gene Gant describe a sus personajes por dentro y por fuera, los detalles del paisaje, los torbellinos de su agridulce espíritu, el amargo y vertiginoso discurrir de los pensamientos de un pichón de novelista.
Isabel toma un respiro y aprovecha para exhibirme su figurita: sexy, naif, bellísima: una nena de Netflix: Ana de Armas o Alicia Vikander. Thomas Wolfe era un bicho raro, dice. Medía un metro con 98 centímetros, escribía de pie y usaba el techo de las neveras como escritorio. Tenía una memoria prodigiosa, recordaba casi al pie de la letra lo que había dicho cada persona con la que se cruzaba en la vida, y no vacilaba en usar esos verbatims en sus escritos, sin cambiar los nombres de los eventuales interlocutores, lo cual siempre le trajo sinsabores o dulces venganzas entre sus paisanos. Nació en 1900, en Asheville, Carolina del Norte, un pueblo grande que transformó en el territorio ficticio de Altamont. Sus manuscritos eran mastodónticos: 5.000 páginas en promedio, mecanografiadas o garabateadas de afán en noches de voraz insomnio.
¿Y entonces cómo hizo para publicar?, pregunto, compungido. Gracias a Max Perkins, su editor en Charles Scribner's Sons, de Nueva York. Ah, yo vi la película, digo. Sí, Genius, de 2016, con ese papacito de Jude Law en el papel de Wolfe y Colin Firth como Perkins, dice Isabel.
Del tiempo y el río es como Faulkner, Tolstoi, Nabokov, Lecram, juntos ellos. ¿Lecram?, me confundo. Lecram es el único, el no va más, el non plus ultra, monsieur (o madame) Marcel Proust, declara Isabel, arrebatada por el fuego de su amor a los libros. Ah, ya por eso, me consuelo yo. Ahora sí, mostrame todo, pues. Puede llorar, mijito, vuelve a refunfuñar y mariposea con la cámara del celular sobre su cuerpito celestial.
Rabito: “Los espíritus de la malignidad y la esterilidad merodeaban entre los pupitres; en los sillones de los profesores se sentaban el odio amargo y el veneno de la mente”. Thomas Wolfe. Del tiempo y el río, 1935.
Rabillo: Daniel Coronell y Daniel Samper Ospina son lucidez, inspiración y finura. ¡Larga y feliz vida!
