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Gajes del oficio

Esteban Carlos Mejía

30 de julio de 2010 - 10:31 p. m.

JUNTO A LA UNIVERSIDAD DONDE enseña Isabel Barragán hay una buñuelería, con un nombre ilegible, según se usa en Medellín.

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La masa no está mal, la redondez es casi ejemplar y el sabor parece incomparable. Isabel se levanta a recoger su pedido y un combo de estudiantes, que hace bulla en la mesa vecina, suspende la cháchara. Pillo sus miradas: esculcan de arriba abajo la figura de mi amiga, mera modelo de Colombiamoda. “Esta cucha aguanta un susto”, murmura uno y los demás revientan en risotadas lascivas. “¿Cucha?”, pienso, y la esculco yo también: acaba de cumplir 34 añitos y se niega a envejecer, con mañas de gimnasio, piscinazos y kundalini yoga.

Hablamos de bibliomancia, el impreciso arte de leer al azar. “Tanta lectura caótica me hace perder el rumbo”, se queja, no sin cierta acidez, achacable quizás a la fécula de los buñuelos. Le explico que, precisamente, esa es la gracia bendita de la bibliomancia: ambular sin saber para dónde va uno. “Ahora estoy releyendo a Henry Miller...”, digo. Se encrespa: “Demasiado voltaje”. “Por Dios”, me escandalizo. “Es más la fama. Por ejemplo, Plexus, la segunda parte de La crucifixión rosada, no es un manual de perversiones o aberraciones sexuales, como muchos piensan. Es una magnífica colección de personajes y situaciones, narradas con lujo de detalles, en tonos evocadores, casi nostálgicos. Una belleza”. Se pone de mal genio: “Siempre dices que la novela que estás leyendo es la mejor novela que has leído”. “¿Y qué puedo hacer?”, digo con resignación. Sigo con Plexus: “En sus 602 páginas sólo hay un coito, un ‘polvo curioso’, como lo califica el narrador, o sea, el propio Miller, cuya descripción no le toma más de media página”. “¿Entonces, por qué la etiqueta de pornógrafo?”, pregunta Isabel. “Gajes del oficio de escritor”, digo. “Escribes una cosa y los lectores leen otra. Tal vez al hablar de orgasmos, vergas y coños, Miller sólo se proponía interpretar la condición humana”.

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El lenguaje soez parece descomponerla, para bien, creo. “Mientras tú relees cochinadas, yo estoy leyendo a un autor casto y puro... Henning Mankell”. Me quedo con el buñuelo a medio camino. “Ystad, en Escania, al sur de Suecia, es un pueblito de 17.000 habitantes, tres veces menos que Aracataca, Magdalena”, dice. “Allí pasan las novelas del inspector Kurt Wallander, uno de los policías más antipolicías del mundo, genuinamente atípico. En La falsa pista investiga una tanda de asesinatos. Lo afligen, obvio, sus tétricos hallazgos pero más se emociona con el hecho de que Linda, su hija postadolescente, se aparece de improviso ante la puerta de su apartamento de cincuentón separado”. Voy a suspirar. Isabel no me deja: “Imagínate, un pueblito de nada, más provinciano que toda Antioquia, ¡y qué lecciones literarias! Sin ningún alarde, dada su índole de autor de novelas negras, Mankell comprueba por enésima vez que para ser universal hay que pasar primero por lo local”. Nos traen la cuenta. “Ya está paga, profe”, dice un estudiante. Isabel agradece sin coquetería, seria pero contenta. “Gajes del oficio de maestra”, me dice y sonríe con todo el sex appeal que le cabe en el cuerpo.

Rabito de paja: “No se justificaría que tuviéramos un Ejército sin utilidad social en la paz”. Alfonso López Pumarejo, 1935.

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