Mi amiga Isabel Barragán floreció con la pandemia. Llevábamos un año sin vernos las carnitas y los huesitos. Está bellísima, con una sensualidad que le brota por los poros. Nos citamos en un centro comercial. Me abstengo de describir su atuendo para evitar descalabros fetichistas. Eso sí, el tapabocas tiene la lengua de los Rolling Stones y le encaja perfecto.
El encierro me cambió la vida, proclama. La cuarentena y este libro. De su bolso, tejido a mano con fibras de cumare, saca El país de las emociones tristes, de Mauricio García Villegas (Ariel, edición diciembre 2020). Ese man es amigo mío, exclamo con satisfacción. Primero la rosa, después las espinas, me pulla sin razón ni motivo. Es un trabajo muy singular. Habla de muchas cosas, diversas e interesantes. ¿Es un ensayo, cierto?, pregunto. Ensayo no es palabra, contesta. ¡Un ensayazo!
En la primera parte, nos sintetiza los avances más sobresalientes de la neurociencia, la inteligencia artificial, la psicología evolutiva y la ciencia computacional. Es la revolución cognitiva, explica Isabel. A renglón seguido, Mauricio menciona la homeostasis, “la fuerza interna de la vida”. De ahí en adelante, con inteligencia y sabiduría nos guía por las pasiones de la razón, “las instituciones y los ángeles”, el proyecto Colombia. Se acomoda la mascarilla de los Rolling. ¿Y las emociones tristes?, pregunto. Según Baruch Spinoza, “existe una tensión interna entre, por un lado, las emociones tristes, como el odio, la venganza, el resentimiento, la envidia o el miedo, y, por el otro, las emociones amables o plácidas, como la benevolencia, la civilidad, la compasión, el respeto y la simpatía”.
Del balance de esas emociones, dice Isabel que dice Mauricio, se obtiene la identidad cultural de un país, el temperamento de los grupos sociales. “Acá ese balance ha estado demasiado inclinado hacia los odios y las venganzas en el ámbito de la cultura política”. Maldinga sea, refunfuño, como mi abuelita. Mauricio explica esas vainas con pasmosa claridad teórica, dice Isabel. Todo mezclado con recuerdos, citas o confesiones personales.
Por ejemplo, y lee un párrafo de la página 107: “En lugar de leer tanto a Kant, peor aún, de leer lo más especulativo e impersonal de Kant, como la Crítica de la razón pura, habría podido leer los ensayos de Montaigne o de Hume”. ¿Cómo fue?, me asombro. Es la autocrítica más bella que he leído en mi vida, se emociona Isabel. Es como si tú, Mejillón, en vez de haber gastado días y noches en leer, subrayar o medio entender el Anti-Dühring, del industrial Friedrich Engels, te hubieras concentrado en los incisivos aforismos del duque de La Rochefoucauld: a lo mejor ahora tendrías la moderación que siempre has anhelado y que nunca has tenido. Suelta una carcajada sublime. Quítate el tapabocas, le pido, no sin coquetería. ¡Machista leninista!, me increpa con otra risotada, pero se quita la mascarilla. Más linda no es posible. Mi Dios le da pan al que no tiene dientes, concluye con socarronería.
Déjame decirte algo, añade. De los escritores de tu generación, cinco años más o cinco años menos, Mauricio García Villegas es uno de los mejores, si no el mejor, aunque al decirlo se me olvide la ecuanimidad que aprendí en su libro. Y se vuelve a carcajear. Le vas ganando al bicho, la felicito, con ganas de chuparle los labios. Sí, pero…
* Ínclito, ta. Del lat. inclitus. 1. adj. Ilustre, esclarecido, afamado.