Mi amiga Isabel Barragán se ve preciosa en su pinta de trotamundos: pantalonetica verde aceituna, camiseta negra con la lengua de los Rolling Stones en pecho y espalda, y tenis en modo rosa.
“¿Trotamos?”, me invita con mucha seriedad. “No, gracias, prefiero vivir”, contesto. “Te espero aquí”, y me siento en una banca de un parque casi clandestino en la avenida de El Poblado, por Sao Paulo, a unas cuadras de la entrada a Envigado. Ella calienta y se va, bronceada, elástica, simétrica, fragante. “Lástima que seas ajena”, le grito cuando ya no me oye.
En el parquecito no hay nadie. Aprovecho para fisgonear en su bolso, lleno de chucherías… y de libros. Por poco hago ¡plop!, como Condorito. Hay tres thrillers de Graham Greene, uno de mis profetas literarios. Me pongo a ojearlos, no sin reverencia. Primero abro El americano impasible (The quiet american), de 1955, la conmovedora historia de amor y deseo entre un veterano periodista británico (Fowler) y una dulce muchacha vietnamita (Fuong) a finales de la dominación francesa en Saigón. Es una obra sobre la inocencia y la culpa, escrita con aparente sencillez, la más compleja de las sencilleces.
Isabel se demora: iba a hacer ida y vuelta al parque de El Poblado, The Loser’s Park. Agarro otra novela de Greene, El cónsul honorario (The honorary consul), 1973. Es una sátira brutal sobre las guerrillas latinoamericanas y su adicción por la extorsión y el secuestro. Leo varios párrafos, me acuerdo del doctor Eduardo Plarr, hijo de padre británico y madre paraguaya, y de Charley Fortnum, el infortunado cónsul honorario del Reino Unido en una ciudad del Chaco argentino, y de la concupiscente Clara, ex putain, tentadora y sumisa y carnal.
Al rato llega Isabel, bañadita en sudor, ricura, tarrado de miel. La oigo jadear, no mucho, es toda una atleta. Se estira como un caucho mientras yo hojeo Nuestro hombre en La Habana (Our man in Havanna), de 1958, el más hilarante y sarcástico de los entretenimientos de Graham Greene: Mr. Wormold, inglés casi cincuentón, vendedor de aspiradoras en Cuba, es reclutado como espía por el servicio secreto británico, y en su nueva vida miente, estafa y defrauda al MI6, supuestamente la casa de espionaje más conspicua del mundo entero. “Es para morirse de la erre”, digo.
“¿Te gusta Graham Greene?”, se intriga Isabel. “Es un sensei”, digo. “Yo creía que vos te pasabas leyendo a Henry Miller y Anaïs Nin”, dice. “Por favor”, me quejo. “Y a Bukowski”, agrega con ironía. Le paso una botellita de Gatorade a ver si se calma. “Tú nunca me dejas hablar de los libros que a mí me gustan”, vuelvo a quejarme. “Ay, no, la víctima, el huerfanito”, se me burla en la cara. “Yo amo leer y releer a Graham Greene”, declaro con énfasis. “Vale la pena”, acepta ella. “Sus tramas son ingeniosas, verosímiles y fascinantes. Los personajes parecen de carne y hueso. El estilo es fino y espontáneo. El tono parece un péndulo: de lo jocoso a lo trascendental, como en sus novelas católicas, de las que charlaremos otro día. ¿Vamos a desayunar a El Tejadito?” “Yo invito”, digo, Graham Greene bien vale un par de palitos de queso, full gluten, full suicidio.
Rabito: “No encuentro en la historia nacional el ejemplo de un gobierno que no se haya constituido como una oligarquía, más o menos disimulada, y que no haya derivado hacia esa forma de mando, olvidando sus obligaciones con los electores”. Alfonso López Pumarejo, 6 de noviembre de 1933.