Rafa Baena es el amigo más raro que he tenido.
Nos vimos una sola vez en la vida: unas 36 horas hace dos o tres años en Medellín de los amores.
Melba Escobar de Nogales, él y yo fuimos jurados de unas becas de creación. Nos conocimos en la cena de bienvenida. Con la edad he aprendido que cuando uno es jurado de lo que sea, sobre todo en literatura, debe apostar desde el principio por lo que más le gusta. Dicho y hecho. Sin muchas vueltas les dije que mi novela favorita era Los pintores, historia de tres pintores europeos del siglo XVI. A ellos también les había encantado. “No hay problema entonces”, sonreímos. “Mañana redactamos el acta y listo el pollo”. “Momentico, cuadro”, atajó Rafa, medio rolo, medio sincelejano. “¿No te parece una exageración paisa darle el premio de novela paisa a una novela, digamos, europeizante?”. “¡Oigan a este!”, le contesté. “Somos jurados de un concurso literario, no de uno de cohesión social o como se llame esa pendejada de exaltar a los escritores por su origen de clase, mejor si son proletos, y pocas veces por su obra”. Nos miramos consternados o dichosos, nunca se sabe.
Pasamos mala noche, obvio. Melba, por culpa de los vecinos de al lado en el hotel, compañeros de jurado en teatro o danza, rumberos hasta el amanecer. Rafa no durmió por el aire que le llegaba ínfimo a sus deteriorados pulmones. Y yo me desvelé buscando y rebuscando argumentos contra la moralina. “La noche es mágica”, dicen las brujas, al menos las que yo frecuento. Al otro día, con las caras estragadas por el insomnio, nos pusimos de acuerdo en un santiamén, o sea, en bombas. Premiamos Los pintores, que a la postre terminó publicándose bajo el título de Tríptico de la infamia, Premio Rómulo Gallegos 2015 para su autor, don Pablo Montoya Campuzano, ni más ni menos.
Rafa tuvo que volver de urgencia a Bogotá, casi exhausto, con el respirador a toda máquina, abatido por una Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica, odiosa EPOC, y no volvimos a vernos jamás. No compartimos, pues, mucho tiempo en esta vida que está llena de duras razones. Pero en ese poquísimo rato creció entre nosotros una amistad entrañable, cultivada a punta de Gmail, Facebook, Twitter, WhatsApp y demás yerbabuenas del ciberespacio. Me mandaba sus libros recién salidos del horno y yo le devolvía la atención con la lectura atenta y curiosa de sus novelas, todas lúcidas, impecables, auténticas. Leí Tanta sangre vista (2007), su “best seller familiar”, como le gustaba decir, y quedé boquiabierto ante la capacidad para sublimar la violencia de las violencias. Leí La bala vendida (2011), sobre la laboriosa idiotez de la colombianísima Guerra de los Mil Días. Pocos días antes de su muerte leí La guerra perdida del indio Lorenzo (2015), otra novelaza, esta vez en Panamá cuando aún era de Colombia. Y leí, obvio, su homenaje a los caballos, mejor dicho, su elegía de amor por los caballos, Ciertas personas de cuatro patas (2014), que me hizo llorar y reír al alimón.
La última vez que hablamos por celular, en octubre pasado, le pregunté si no le convendría un cambio de clima. Me contestó con una carcajada. “En Bogotá tengo el mejor clima del mundo: estoy con mi mujer, mis hijos y mis nietos. ¿Pa’ qué más?”. Ya sabía que se estaba muriendo, sin aire, él, un hombre que con su agudeza, inteligencia, coraje y simpatía nos daba aire a todos los demás. ¡Hasta siempre, buen amigo!