John le Carré es un venerable anciano de 86 años. Un mechón canoso le cae sobre la frente. Sus arrugas, esas líneas de expresión que tanto mortifican a los maquilladores, son sedantes. Escribe a mano con un bolígrafo Montblanc. Revisa unas hojas manuscritas. La letra es menuda y si yo aún tuviera mis dos retinas, quizás podría leer las diez o doce frases. Apoya el codo izquierdo sobre un cojín granate, y la mano de ese mismo costado, manchada por el peso de la edad, sostiene la barbilla casi hasta esconderle los delgadísimos labios. En el dedo del medio luce una argolla de matrimonio. Y el reloj, una tierna cafeterita de hace medio siglo, con correa de cuero, señala las 3:34. ¿De la tarde? ¿De la madrugada? Tiene una camisa de manga larga, color centeno, con los puños abotonados. Y un chaleco de paño, espina de pescado, oscuro, de abuelito. Delante del cojín y a un lado de los papeles hay unas gafas, puestas al desgaire, que refractan la luz, toda por la derecha de la fotografía.
Es un gran retrato. Ocupa la contracarátula de A Legacy of Spies, 2017, Viking, sello editorial de Penguin Random House New York, y fue hecho por Nadav Kandar en 2016. De inmediato uno siente simpatía por este cuchito serio, distante y camellador. No se llama John le Carré como creemos a primera vista. Ese es apenas el seudónimo o nombre de combate de David Cornwell, alguna vez oficial de los servicios de inteligencia británicos y uno de mis más amados dioses literarios.
Con la agudeza, el buen humor y la exactitud de siempre, Le Carré se embarca en una aventura hiperriesgosa: mostrar la cara oculta de la luna del espionaje. Basándose en hechos y personajes de su primer best seller (The Spy Who Came in from the Cold / El espía que surgió del frío, 1963), se pone a esculcar en lo no visto y no escrito de la novela —a lo negra espalda del tiempo, como hace Javier Marías— para revelarnos secretos y misterios del pasado heroico de la Guerra Fría, ya olvidado y estigmatizado ad nauseam por los millennials.
Poco a poco, con ladina destreza, vamos descubriendo la madeja de la vida de dos antiguos, célebres y entrañables espías cornwellianos: Georges Smiley y Peter Guillam. Smiley, gordiflón, miope e inteligente, encarna la perseverancia y la honestidad de los mejores guerreros del Circus contra el Centro de Moscú, comandado por el no menos letal Karla. Y Guillam, enamoradizo, lengüilargo y leal, personifica al fulano con dudas y sentimientos, algo imperdonable en el fango del oficio de espiar.
Han pasado décadas desde el operativo berlinés de El espía que surgió del frío, y ahora las acciones encubiertas de otrora son juzgadas a la luz de lo políticamente correcto o sometidas al escrutinio de las redes sociales y a la inconsistencia de unas generaciones cada vez menos prudentes. Obvio, aquí me callo. No soy spoiler, aunque me gustaría. Sólo les advierto: lean A Legacy of Spies. ¡Serán dichosos por 264 páginas!
Rabito: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”. Karl Marx. El 18 brumario de Luis Bonaparte, 1885.
Rabillo: A la misma hora del pitazo inicial de Rusia 2018, en Medellín caía demolido por implosión el edificio Bernavento, otro símbolo de la viveza paisa, que algunos sin pudor llaman pujanza. “Haga plata, mijo. ¿Cómo, mamá? Como sea, ¡pero haga plata, mijo!”.