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Julio, César de Palmira

Esteban Carlos Mejía

10 de marzo de 2017 - 09:00 p. m.

Admiro y envidio a los cuentistas, esos galeotes del alma que destinan a un cuento los mismos meses que yo consagro a una novela. Sus palabras, sazonadas con intuición e “imaginación ladina”, crean universos de encanto. Para mí, leer cuentos es más entretenido que ver televisión y menos problemático que hojear catálogos de lencería femenina.

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La lista de mis cuentistas favoritos es caprichosa. Tiene, eso sí, la gracia de la espontaneidad, el cariño y la empatía. Con la venia de tantos, menciono aquellos que recuerdo por el vigor de sus narraciones y el ingenio de sus historias. Son pocos, “la verdad sea dicha”, como decía Germán Espinosa, un gran cuentista, ya fallecido, ya escarnecido por burócratas y malquerientes. A mi juicio los mejores cuentistas colombianos contemporáneos, activos y adultos mayores, son Ramón Illán Bacca y Roberto Burgos Cantor, Óscar Castro García y Elkin Restrepo, Harold Kremer y Tim Kippel, Julio Paredes y Roberto Rubiano Vargas. Más don Julio César Londoño. Julio, César de Palmira.

En diciembre del 2016, Julio César publicó Cuentos exactos, una colección de 40 relatos abiertos, cerrados, nuevos, clásicos, escabrosos, intuitivos. En pocas palabras, un libro delicioso. Para leer y releer, incluso en la sala de espera del oncólogo. El estilo es fluido, bonachón, craneado para holgazanes, sátiros y pícaros con suerte. Parece una obra erudita, y lo es. Parece mordaz, y lo es a la enésima potencia. Parece condenado al éxito, y lo está: condenado al éxito y a la memoria agradecida de sus lectores.

Julio César trata cuestiones muy intrincadas y siempre sale avante con resplandeciente elegancia y rotunda sonoridad. Sacrificio de dama, cuento alrededor del ajedrez y el metajedrez, ganó en 1992 el premio Alejo Carpentier, en La Habana, por su exquisitez y audacia. La ecuación del azar, prodigioso conjunto de ironías en éxtasis, está gobernado por la ingobernable “variable de incertidumbre de Fleizsaker”, Jaime Fleizsaker, cuyo libidinoso secreto no voy a revelar, aunque me muera de ganas.

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En esas páginas conviven Andrés Bello y Rufino José Cuervo, Einstein y Kafka, Cristóbal Colon, el caballo de Troya, Miguelina Daza Montenegro, Pioquinto Concha, el cacique Bechí, y también el escalofrío de la belleza y los hallazgos felices de la mirmecología (parte de la entomología que trata de las hormigas) y La venganza de Menarco, que parece fábula de ciencia ficción pero que en realidad es joya de metafísica ficción. Todo esto sin los 11 cuentos ajenos: reelaboración de textos de Borges, Arreola, Philip K. Dick, García Márquez y Óscar Collazos, entre otros, solo “por el viejo vicio de urdir variaciones, […] o para soñar que esas ficciones ilustres eran mías”.

Con Cuentos exactos uno aprende, fantasea, piensa y se ríe a carcajadas. Por eso me gusta la obra. En cuanto a los líos del autor con la senadora Claudia López y el exdetective Ramiro Bejarano, allá ellos. En política casi todos tenemos rabo de paja. Y reconocer con humildad y estoicismo esta verdad (o posverdad) es el primer paso para no igualarse al capataz Uribe. Mejor dicho, la cosa de la coseidad, como diría Julio, César de Palmira.

Rabito: “Las relaciones entre Colombia y los Estados Unidos son las mejores que han existido. Son un hecho perfecto, sin grieta alguna. Y la razón es fácil de encontrar: la razón es Roosevelt, Franklin D. Roosevelt”. Eduardo Santos, presidente y tío abuelo, abril de 1939.

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