Una vez le preguntaron a Juan Domingo Perón que cómo clasificaría políticamente a los argentinos. Hmm, caviló “el hombre más grande de Argentina”. Yo pienso que un 30% son conservadores, otro 30% son liberales, 10% comunistas, 10% socialistas, 15% izquierdistas, 5% derechistas. ¿Y peronistas, mi general?, preguntó el sorprendido interlocutor. Ah, no, peronistas son todos.
Es la ambición de los caudillos: la unanimidad, la sumisión, la obediencia pronta e inmediata. Uribe, por ejemplo, pensaba que en Colombia todos éramos uribistas. Es más, todavía cree que todo el que no piense como él es izquierdista, enmermelado, guerrillero de civil, castrochavista. Mísero hombrecito, tan “preocupado y angustiado”, tan convencido de sus propias mentiras, falacias y fake news.
En las elecciones del domingo no votamos sólo por gobernadores, alcaldes, concejales, diputados y ediles. Estaba en juego algo más trascendental. Votamos por bloquear el avance del neofascismo del Centro Democrático. No votamos por Petro (¡los dioses de la inteligencia nos libren de semejante idiotez!), como ahora insisten en justificarse los perdedores. ¡Votamos contra Uribe y punto! Y Uribe perdió. Perdió y perdió y perdió. ¡La hecatombe!
Hace 12 años, en octubre de 2007, el eterno dijo: “No es conveniente que un presidente se perpetúe en el poder. Reelección, solo si hay una hecatombe”. El país quedó súpito, torombolino, sansirolé. Hecatombe, como ubérrimo o encrucijada, es uno de esos latinajos que tanto valoramos los autodidactas en Antioquia. Según la Real Academia Española, significa “mortandad de personas” y también “desgracia, catástrofe”.
La hecatombe llegó por fin. Mortandad o catástrofe: eso fueron las elecciones. El teflón empezó a descascararse. Uribe perdió en el Atlántico y en Barranquilla, a pesar de su presunto coaval a los vencedores. Perdió en Córdoba y en Montería, la tierrita del Mono Mancuso. Perdió en Cartagena y en Bolívar. Perdió en Bucaramanga y en Santander. De nada sirvieron los aullidos del guache Carlos Felipe, que deshonra dos veces el apellido Mejía: Uribe perdió en Caldas y en Manizales. Tampoco funcionaron ni las jugaditas ni los sofismas del bachiller Macías: Uribe perdió en el Huila y en Neiva. A Palomita divina, por ponerse a discriminar indígenas, se le coló un negro en la Gobernación del Cauca. Uribe perdió allí y en Popayán. A la tía María Fernanda le dieron chontaduro maduro en Cali y en el Valle de Cauca. Uribe perdió en Bogotá: su mascotica apenas quedó en cuarto lugar.
Y perdió en su fortín. Alfredo Ramos, hijo del Doctor Buñuelo, quedó en la cochina calle: perdió la Alcaldía de Medellín, en donde según los taxistas purasangre hasta los postes de la luz son dizque uribistas. Andrés Guerra, furibundo y rústico, perdió la Gobernación de Antioquia por segunda vez. ¿A Uribe no le dará pena con su primer cacique político, el otrora todopoderoso senador Bernardo el Socio Guerra Serna?
Aunque el capataz ahora se esté dando estrepitosos golpes de pecho, nadie entre sus feligreses se atreverá a echarle la culpa de la hecatombe del teflón. El agua sucia le va a caer a Ivancho: ¡te lloverá estiércol, pobre Porky patético! Ahora bien, como en cierta ocasión advirtió el mismísimo paupérrimo, “la culebra sigue viva, le hemos quitado oxígeno, la hemos quitado de muchos lugares de la patria, pero sigue haciendo cosas”. Habría que darle garrote, se me ocurre a mí.