Leer historias es lo mío. De cualquier tipo. Desde las fábulas casi inverosímiles del Antiguo Testamento hasta los testimonios de poetas suicidas, caudillos militares en bata de dormir o viajeros a lomo de mulas.
Jonás y la ballena. La mujer de Lot, que se vuelve estatua de sal por mirar atrás cuando no debía. Los pecados innombrables de Sodoma y Gomorra. El arca de Noé con todos los animales de la creación, incluidos dinosaurios, behemoths o comejenes. Y los sinsabores de guerreros de sangrientas batallas. El pecho del poeta José “Presunción” Silva, teñido de púrpura antes del disparo fatal. El fuego eterno del 9 de abril de 1948. Guadalupe Salcedo, sin armas, a caballo, al frente de sus llaneros, orgulloso ante su inevitable asesinato a manos de los sicarios de turno.
Ahora, por las vueltas que da la vida, estoy leyendo un libro que durante lustros he leído por fragmentos, una cuota acá, otra allá, antes de que al autor le diera por organizarlos, corregirlos y ampliarlos. Se llama Colombia: una historia mínima, de Jorge Orlando Melo, en Crítica (Planeta), septiembre de 2020, y es un texto colosal. Escrito con la distancia del que está por encima del bien y del mal, es una aproximación precisa, elocuente e inspiradora a los “extremismos simétricos” de esta nación con la bandera al revés, aibmoloC de odios y amores.
Pocos temas escapan a la perspicacia de Jorge Orlando. Con agudeza y desenvoltura envidiables, narra los intríngulis de los conflictos de la Colonia y la Independencia, explica las secuelas devastadoras de las guerras civiles del siglo XIX, sondea a profundidad el devenir de tres repúblicas, (federal, conservadora, liberal) o describe con salero las costumbres de cocina, mesa, cama y escritorio durante 300 o 400 años. Si esta historia mínima fuera una serie de Netflix, la veríamos entre carcajadas, suspiros y lágrimas de cocodrilo.
Melo trata de ser objetivo o, al menos, neutral. A mí me parece que su narración es imparcial, no equitativa, pero sí ecuánime. Vale la pena leerla no sólo para revivir el pasado sino para decidirse a anticipar el futuro, y eso que yo no creo sino en el presente, aquí y ahora, hic et nunc, dicho con un latinajo al estilo de Marco Fidel Suárez o Miguel Antonio Caro.
Y además se entera uno de asuntos premacondianos: “En 1852, el secretario de Hacienda, Manuel Murillo Toro, propuso repartir los baldíos en pequeñas parcelas, entregar en propiedad hasta 30 hectáreas a los colonos que estuviesen ocupando o trabajando un baldío y prohibir acumular más de 640 hectáreas por propietario […]. El Congreso aprobó la ley, pero el presidente José Hilario López la vetó, considerándola ‘cuasi comunista’ e inapropiada en un país donde, según él, no había concentración de tierras”. ¡Joder y jolines! Semejante reforma agraria serviría hoy para empezar una guerra, no de Mil Días, como la de 1899 a 1902, sino de cinco o seis siglos, del 2022 (¡ojo al 22!) al 2666, año apocalíptico del buen Roberto Bolaño. Estudien historia de Colombia, vagas y vagos. Aunque sea la mínima. Por favor.
Rabito:
“Un negro conservador
es música que no suena.
Es como un parche en el culo
cuando el dolor es de muela”.
Antonio José Restrepo. Cancionero de Antioquia. 1929.
Rabillo: “—Vamos a atacarlo y si nos gana, es que no teníamos fuerza suficiente, y si no, es que sí”. Jorge Ibargüengoitia. Los relámpagos de agosto. 1964.