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La música sobrenatural de Emilia Herrera

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Esteban Carlos Mejía
23 de abril de 2016 - 04:07 a. m.
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En Último round, 1969, hay un texto de Julio Cortázar (¿ensayo?, ¿viñeta?, ¿escolio implícito?) que a mí me parece esclarecedor.

Se llama Del cuento breve y sus alrededores, análisis del cronopio sobre lo oculto y lo luminoso de la escritura de cuentos. En internet ya es una especie de decálogo para cuentistas. Palabras más, palabras menos, traigo a colación dos de esos mandamientos: “La novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut” y “lo fantástico en el cuento se crea con la alteración momentánea de lo normal”.

Los doce cuentos de La música sobrenatural de Emilia Herrera, por Boris Ramírez Serafinoff (Editorial Universidad de Antioquia, diciembre de 2015), cumplen a cabalidad con estas admoniciones de Cortázar. Narraciones precisas, contundentes, elaboradas con filigrana de orfebre hasta coronar con nocauts fulminantes, que te dejan boquiabierto y ganoso de seguir leyendo. Están ambientados en las vecindades de la provincia cuasi irreal de la Depresión Momposina, con las reverberaciones que esto implica: la desmesura, lo insólito, la ambigüedad y, obvio, la claridad.

Nocauts memorables, por cierto. En Puerta condenada, a modo de ejemplo, al principio uno se siente metido en el nefando poema Te quiero burrita, de Raúl Gómez Jattin, para descubrir en la línea final que la vaina va por otro lado. También en Ventura Pupo, cuentazo para fanáticos del béisbol, las cosas evolucionan hacia un inesperado desenlace. Y así, con maestría y frescura, La música sobrenatural de Emilia Herrera ambula y deambula por el territorio del asombro.

¿Secuelas del realismo mágico de García Márquez? Sí y no. Son efímeras mudanzas de lo común y corriente, sin despilfarro de fantasías, como en Cnosos, en donde se mezclan las corralejas de San Pelayo con el Minotauro de Creta. O en Primer vals de Mefisto, que solapa lo racional con lo quimérico. En Historia del niño que quiso caminar hasta el sol se recrea no sin morbosidad un episodio de la guerra de Independencia. Para acabar de ajustar, los cuentos están atravesados por la música con la que fueron escritos, desde el bullerengue y el son de chalupa hasta Olivier Messiaen y Franz Listz pasando por Alice Cooper y María Varilla.

¿Quién es el autor de este estupendo despelote? Boris Ramírez Serafinoff vive una doble vida. A ciertas horas es el doctor Boris Ramírez, médico oftalmólogo, y a otras es Roman Dorovna, escritor irredento. No invento: él mismo lo contó ante un público estupefacto (y gozoso) en el bautismo de su libro en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín.

A ojo de buen cubero creo que la opera prima de Boris Ramírez Serafinoff encaja en la trayectoria de los cuentistas que están marcando la parada en Antioquia. Me refiero, con olvidos imperdonables pero inevitables, a Javier Saldarriaga y Lomos de sábalo (Premio de Cuento Universidad de Antioquia 2008), a David Betancourt y sus Ataques de risa (Premio de Cuento Universidad Industrial de Santander 2014) y a Estefanía Uribe Wolff con Aún no era grande (Sílaba Editores, 2013), cáustica y desopilante jeremiada sobre las zancadillas de la Medellín contemporánea.

¡Larga vida al talento creador de Boris Ramírez Serafinoff! ¡Y a su entrañable Mompós! Digo, Mompox. Mompó, pues.

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