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LA POESÍA ES COMO EL ADN DE LA literatura, su huella más furtiva, la esencia más imborrable. ¿Quiere comprobarlo? Lea Las herencias, el más reciente libro de Piedad Bonnett, publicado por Visor Poesía en su Colección de Honor.
Son tres tercios, uno para cada una de las herencias que hay en este mundo: las recibidas, las dadas y las abismales, o sea, aquellas que nos habitan y deshabitan al mismo tiempo, el látigo del miedo, los rencores, las divinidades y sus demonios, el hábito de amar o el desamor neto, hijuelas todas que (nos) llegan y se quedan, desastrosas o providenciales.
Con ‘Vocación de quietud’, el primer tercio, uno sonríe y llora y, a la larga, siente alivio. Los imperturbables, El envidioso, Contabilidad o El poderoso son poemas tan cabales y despiadados que no dan tiempo de pasar de un sentimiento a otro, de la rabia a la ineludible compasión, sugerida verso a verso. Campo minado, al final de este tramo, te encharca los ojos y te agrieta la garganta (“la mirada del niño sobre aquel amasijo / palpitante y dolido que aún quería ser su madre”).
El segundo tercio (‘El hueso del amor’) trae un sinsabor de derrota y amargura pero también de constancia y de fe. Uno se ríe a carcajadas con Razones, y en seguida se pregunta por qué. Nosferatu, casi un haikú, hace que la sangre tiemble en las venas. Agujero negro y Maldición (“Tú, el huido, / el del soberbio cuerpo que me excluye, / fornicarás conmigo sin saberlo / cuando seamos dos nadas en la nada”) hablan del destello del deseo y de sus rumbos inciertos. Historia sin fin es bellísimo de principio a fin, con el epígrafe de Conrad y la espesura exacta de cada línea y sus versos finales, “a cortar el cordón que nos amarra / al ombligo del cuerpo que aún respira”, llenos de misterio y realidad.
Más inquietante y, a la vez, más entrañable, es el último tercio, que da título al libro. Son poemas para hacernos ver la existencia que llevamos o que nos lleva, finos, precisos, densos, en el sentido original de la palabra. Con Las mujeres de mi sangre, por ejemplo, volví a amar a mis tías, las señoritas Valderrama, que me criaron junto con mi abuela del siglo XIX. Vi su “deber de ir viviendo día a día”, sentí su “larga cadena de temblores”, olí “la insoportable / lucidez de sus tardes”, gusté la “callada pelea con sus sombras”, y, créanme, fue una experiencia feliz aunque llorosa. Es “la pena antigua que por mi sangre pasa / y estalla en las entrañas en que nadaste un día”, como lo subrayan los versos de Dolores de familia.
Las herencias, con sus tercios de quietud, amor y esperanza, es un poemario magnífico. En nombre de sus lectores, le encomiendo a Piedad Bonnett que le haga caso a Baudelaire: “No abandones jamás la poesía”.
Rabito de paja. Y en la sobre cubierta del libro un cuasi intaglio exquisito: montañas que son olas que son nubes, olas que son nubes que son montañas, nubes que son olas que son montañas, ad infinítum.
