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Lecram es Lecram

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Esteban Carlos Mejía
11 de julio de 2015 - 05:20 a. m.
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Mi amiga Isabel Barragán está resplandeciente. Hermosa, grácil, perturbadora. Los años no le pasan. Hoy vuelve a cumplir 33, como si nada. La invito a comer buñuelos en la Buñuelería La Especial, en Envigado, tal vez poca cosa para ella, pero mi humilde homenaje a su amistad sin manchas.

Antes de que nos traigan el pedido, le doy mi regalo: una libreta de apuntes Moleskine, comprada por Amazon. “Ay, Mejillón, qué es esta belleza”, y me premia con un par de picos, uno en cada cachete, obvio.

“Me siento feliz”, dice. Pero no es por el regalo, la cuelga, según decimos en Medallo. “Estoy leyendo por tercera vez En busca del tiempo perdido, À la recherche du temps perdu, de Lecram Proust”. “¿Lecram?” “Sí, Marcel al revés. Así le decían los compañeros en el colegio. Y, con su boquita pintada de rojo trinitrotolueno, se pone a hablarme de su (otro) amor platónico, Valentin Louis Georges Eugène Marcel Proust Weill, cuyo aniversario fue ayer, precisamente, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

“Lecram era complicadito”, reconoce Isabel con coquetería. “Zalamero, obsequioso, enfermizo o hipocondriaco, adulador, histérico, amanerado, casi afeminado”. Se me zafa un latinajo: “¡Hijuemíchica!”. “A cambio de eso era inteligente, perspicaz, sensitivo, trabajador empedernido, riguroso, perfeccionista, un ángel de los dioses de la literatura en este mundo desangelado”.

Agarro el segundo buñuelo, lo mío es hedonismo vulgar. Isabel, embelesada, sigue hablando de Lecram: “Usaba decenas, ¡decenas!, de toallas para secarse después del baño. Y abrigo y bufanda en los veranos parisinos. Pagaba propinas descomunales”. “Debía de tener muchos amigos”, digo. “Princesas, duquesas, marqueses, barones, aristócratas, burgueses, pintores, escritores, compositores, gentecita del montón. Y una amiga incomparable, la celestial Celeste Albaret, su ama de llaves. A veces la quería como a una madre, a veces como a una hija”.

Suspiro, no sin resignación. “Bueno, una cosa es el autor y otra muy distinta es la obra”, opino. Isabel se entusiasma aún más. “Ciertísimo. Los siete volúmenes de la Recherche son luminosos, sutiles, divinos... En una palabra, inefables.” “Tanto adjetivo me hace dudar”, murmuro. Me fulmina con una mirada casi homicida. “Entre Lecram y su obra hubo una auténtica hipóstasis”. “¿Una qué?”. “Como una mutua emanación”. “Ah, como la del Espíritu Santo...”. Me arrebata un buñuelo: “Mejía, porfis, no seas tan beato. En términos literarios se podría decir que Lecram es la Recherche y la Recherche es Lecram”.

Pido la cuenta. Saco la billetera y, muy a lo Proust, trato de dar una propina fabulosa. Isabel no me deja. “No imites lo malo, Tebitan”, me regaña, cual puntillosa hermana mayor. “Lecram, aparte de ser un genio, también era millonario”.

Rabito de paja: “En medio de este piélago de angustias no he sido más que un vil juguete del huracán revolucionario que me arrebataba como una débil paja. Yo no he podido hacer ni bien ni mal: fuerzas irresistibles han dirigido la marcha de nuestros sucesos: atribuírmelos no sería justo, y sería darme una importancia que no merezco.” Simón Bolívar, Congreso de Angostura, 15 de febrero de 1819.

Rabillo: A algunos, Uribe no les da ni frío ni calor. A mí me da escalofrío. Por eso no me cansaré de repetir: Santos es pésimo, pero Uribe es peor.

Rabico: Sin Farc no hay Uribe. ¿Sin Uribe no hay paracos?

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