Rabo de paja

Los perros duros no bailan

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Esteban Carlos Mejía
03 de noviembre de 2018 - 05:00 a. m.
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“Si fuéramos perros, ¿yo de qué raza sería?”, le pregunto a quemarropa a mi amiga Isabel Barragán. Me estudia con malicia. “¿A qué estás jugando, Mejía?”, pregunta, sin quitarme de encima su mirada verde botella. “¿De qué raza sería yo?”, insisto. “Pinscher”, suelta, entonces, de repente. “Me humillas”, digo, abochornado de veras. “¿Y tú qué serías?”. “Perra”, y se ríe a las carcajadas.

Estamos tomando el algo (¡las onces!) en la terraza de un centro comercial al occidente de Medellín. Ella está como quiere estar, según se dice. A pesar de los aguaceros sin fin de octubre, se ve bronceada, elástica, nada mohosa. Demasiada mujer para mí, pienso no sin desilusión: “Las nieves del tiempo platearon mi sien”, canta o cantaba Gardel. Parece leerme el pensamiento, sonríe picarona y me sigue el juego. “Sería pastor alemán”, dice. “Tú para mí eres, o sea, serías una setter irlandesa”, digo. “Confunda, pero no ofenda: yo soy pastor alemán desde chiquita”.

Paso por alto el desengaño. “Te traje un regalo”, digo. Los perros duros no bailan, de Arturo Pérez-Reverte. Es una obra breve, 160 páginas, en Alfaguara. Isabel agradece con una sonrisa de reina de belleza y dice: “Ya lo tengo, ya lo leí”. Suspiro, suspiro, suspiro. “¿Y te gustó?”, pregunto para tratar de recuperar el ánimo. “Qué vaina contigo, Mejillón: a mí me gusta todo lo que escribe Pérez-Reverte”. “A mí también”, digo. “Sí”, dice, “por ahí vi que en alguna parte escribiste que los cuatro bates de la literatura en España hoy en día son Javier Marías, Eduardo Mendoza, Arturo Pérez-Reverte y Almudena Grandes”. “Así es: jonroneros puros”.

Los perros duros no bailan se llama así por Los hombres duros no bailan, una excitante novela policíaca de Norman Mailer, publicada en 1984”, explica Isabel. “La de Mailer es una tromba de sexo cochino, como te gusta a ti. La de Pérez-Reverte es una historia de amor y lealtad. Hay un triángulo típico: dos machos y una hembra”. “Negro, Teo y Dido”, digo. “Negro es mestizo, cruce de mastín español y fila brasileño”, dice Isabel. “Pesa 50 kilos, mide 74 centímetros de talla y fue campeón en peleas de perros, un asesino en uso de buen retiro. Teo es un sabueso rodesiano, pelo trigueño rojizo, de patas musculosas, seguro y juguetón”. “Y Dido”, digo yo, “es una setter irlandesa tirando a rubia, demasiada perra”. “Estaba tan buena”, se ríe Isabel, “que derretía el asfalto con sólo mover el rabo. Al principio, Dido está con los dos, pero después se queda con Teo”. “Es una novela deliciosa, tierna, encantadora. El tono es fluido y el estilo es el clásico de un gran inventor de historias”, digo. “Con Pérez-Reverte tú serías un labrador”, apuntilla Isabel y me da un pico en cada mejilla, alabado sea Eros.

Rabito: Gustavo Arango, el buen escritor antioqueño que vive y escribe en Oneonta, estado de Nueva York, me contó que hablando con la viuda de Juan Carlos Onetti, uno de nuestros profetas literarios, ella le dijo que cuando su marido quedaba contento, “cuando algún texto hermoso salía de sus manos”, escribía siempre las mismas iniciales en el interior de las tapas de sus cuadernos: “dtsmledgesecbteetlmybeefdtvj”. Es decir: “Dios te salve, María, llena eres de gracia. El señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”.

Rabillo: Onetti, obvio, era ateo. ¡Benditos los ateos felices!

@EstebanCarlosM

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