Me encanta leer historia patria, pero en novelas. Con el libertinaje de la ficción y la tenacidad de la historiografía, son una dicha. Verás huir la calma (2014), la biografía novelada de Jorge Isaacs, escrita por María Cristina Restrepo, destapa los enredos económicos y maritales del autor de la inalcanzable María, ese icono que tanto mortifica a ciertas histéricas reivindicativas. La bala vendida (2011), de Rafa Baena, nos hunde en el pasmo del lodo de las guerras (ci)viles de esta nación belicosa o intransigente. La trilogía sobre el Bogotazo del 9 de abril de 1948, de Miguel Torres (El crimen del siglo, 2006; El incendio de abril, 2012, y La invención del pasado, 2016), recrea con destreza la sombría vida del asesino de Gaitán, la brutalidad del motín y la recurrencia de los fantasmas del pasado.
Ahora acabo de leer una obra admirable, conmovedora e irrepetible: El año del sol negro, de Daniel Ferreira, en Alfaguara, agosto de 2018. No es cuestión de edad sino de ideas, digo yo, y a este Daniel, chiquillo de 38 años, le sobran las buenas ocurrencias. Está empeñado en escribir cinco novelas sobre el alma colombiana. Ya va en la cuarta, y contando.
¿Cuál es el tema? Nada y todo: la ya casi olvidada batalla de Palonegro, del 11 al 25 de mayo de 1900, la carnicería más sangrienta de nuestra tradición de carnicerías sangrientas. Palonegro, al occidente de Bucaramanga, fue escenario del combate decisivo de la Guerra de los Mil Días (1899 – 1902), que enfrentó al Partido Liberal contra la República Cristiana de Rafael Núñez, demiurgo, es el vocablo oportuno, de la Constitución de 1886, el Concordato con el Vaticano y el oscurantismo de obispos, curas, monjas o frailes. La madre de todas las batallas en Colombia. Durante dos semanas, los iguazos del general Rafael Uribe Uribe se mataron a machete y plomo con los legitimistas del general Próspero Pinzón. Hubo más o menos 2.500 muertos, unos 178 por día. Y miles de huérfanos, viudas, cojitrancos, mochos, tuertos, malheridos, enfermos de vómito negro o fiebre amarilla, hambre y sed (de justicia).
La novela se divide en tres partes: la historia del fusilero José Celestino Sul; la historia de su amante, la señorita Julia Valserra (armoniosa al caminar, “altiva, lenta, la frente recta, la espalda erguida, la barbilla firme”), y la historia del primer eclipse de sol en el siglo 20, parcial, masón o ateo. Cada sección brilla con cadencia propia, realismo crudo acá, lirismo allá, toques de humor más allá. Y una narración esbelta, anudada a voces y puntos de vista interconectados con pericia.
No sé cuáles influencias literarias reconozca Daniel. En mí resonaron ecos de Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos, o de La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa, el novelista, no el divo de la civilización del espectáculo, o sea, de la estulticia. Además, hacía mucho tiempo no me topaba con tantas palabras desconocidas: quirica, galavardo, petuste, ñisca, gurbia y marusa, entre otras, mero gustazo.
A riesgo de caer en “el exceso y la solemnidad de las provincias”, si yo usara sombrero, me lo quitaría delante ti, Daniel Ferreira. ¡Chapó!
Rabito: “El odio, la batalla invisible. El odio es carbón que no se apaga. El odio es deuda que aspira a ser revancha. Sin odio, no existe guerra. Odia a tu enemigo y mátalo. Pero no olvides dejar de odiar para poder ganarle”. Daniel Ferreira, El año del sol negro, agosto de 2018.