Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
PESE A LAS GANAS, LLEVABA VARIAS semanas sin verme con Isabel Barragán, todo por culpa de la inmadurez de mis años y por la tiranía de sus múltiples quehaceres (además de profesora de literatura es correctora de estilo en una editorial suramericana y gacetillera en un órgano episcopal). Pero nos encontramos en la Fiesta del Libro y la Cultura en el Jardín Botánico de Medellín.
“¡Eres un apátrida, anacoreta, suspicaz, porcelana de Limoges!”, me gruñe, inconexa. Cuando acaba la diatriba, mea culpa, la beso en las mejillas. Aunque básicamente su belleza es carnal, esta vez la veo y la siento enigmática, sutil y embriagadora. ¿Me estaré enamorando? “Supe —dice no sin frialdad— que en un panel de escritores te pusiste a desvariar sobre cosas tuyas y mías, íntimas, privadas, casi secretas”. Me quedo lelo / paralelo. “No sé de qué estás hablando”, digo con sigilo. “De la bibliomancia”, responde, contrariada.
En épocas remotas la bibliomancia consistía en abrir un libro al azar e interpretar el contenido de esa página, adaptándolo al contexto o a las circunstancias del momento. El bibliomante leía el primer párrafo y anunciaba su vaticinio. A veces, dejaba que el libro se abriera sin intervención humana: el viento o la intemperie pasaban las hojas. O se lo tiraba a la jura, de cualquier modo, a ver cómo caía. Los adivinos más certeros, sin embargo, confiaban únicamente en su inspiración y sabían abrir el libro en la página adecuada, con gran revuelo y sempiterna fascinación de los implicados. “No me cuentes tu vida, parcero”, me corta Isabel con una sonrisa sarcástica. Paso por alto la pulla. “Mi bibliomancia es auscultación y escucha de un saber no sabido”, digo, no sin engreimiento. “Un libro me lleva a otro libro. Y a otro y después a otro y así sucesivamente”. “Que no me cuentes tu vida, tío”, vuelve a burlarse. “De este modo leo a mi Medellín del alma”, digo. Se pone contenta de repente: “¿Será que la bibliomancia es menos misteriosa que el tarot?”. “De lejos”, me río a carcajadas.
Le hablo entonces de las casi treinta novelas (desde Desde Rusia con amor, de Ian Fleming, hasta Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, pasando por La Habana para un infante difunto, de Cabrera Infante) que he venido leyendo (o releyendo) al azar durante los últimos meses para poder responder a una pregunta crucial en mi trabajo literario: ¿Qué es Medellín? Isabel me mira lela / paralela: “Estás reloco, parce”. “No creas”, le digo. “Gracias a la bibliomancia terminé por entender que Medellín es una ciudad de transfiguraciones, ni más ni menos”. Sube y baja la cabeza, complacida. “Por eso —me dice— yo estoy leyendo a César Alzate Vargas, un escritor que debería difundirse y conocerse mejor. Su libro más reciente es Medellinenses, una colección de veinte relatos que por su concisión y nitidez recuerda a Dublinenses, de James Joyce. Y Mártires del deseo, su novela previa, es una inquietante penetración sobre Medellín y Antioquia y la República de Borealia y la candidez y la concupiscencia y el libre albedrío, virtudes actuales, ¿sí o qué?”. Hojeo los libros, campante: la bibliomancia funciona, pues.
Rabito de paja. “Colombia ofrece la particularidad de que antes de que hubiera socialismo ya había… antisocialismo”. Gerardo Molina, 1987.
