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Rabo de paja

Morir en una isla

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Esteban Carlos Mejía
16 de julio de 2022 - 05:30 a. m.
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Mi amiga Isabel Barragán está bellísima, como siempre. Hermosa no es palabra. Tiene un bronceado sin asperezas, mera miel de abeja. Y sus ojazos verde botella sonríen con benevolencia o ternura. ¿Estaré sesgado? Lo dudo, aunque es probable. Se aletea un poco por culpa de la brisa hipócrita del valle de Aburrá. Me leí un libro maravilloso, dice, y empieza a esculcar dentro del bolso Gucci. Oh, no, exclama. Se me quedó en Chicago...

Estaba de vacaciones con su marido, de cuyo nombre no quiero acordarme. Es ganadero de nueva generación. Se equivocan los malpensados: no es mafioso ni traqueto ni paramilitar. Está obsesionado con la inseminación artificial de las vaquitas y con las estadísticas sobre la productividad de sus tierras. No se va a dejar expropiar, me advierte Isabel, sin que venga al caso. El libro, le digo.

Islands in the Stream, de Ernest Hemingway. Se me alegra el semblante. Yo lo leí hace tiempos, digo. Islas en el Golfo o Islas a la deriva, la novela póstuma de Papa Hem. Esa misma. ¿Te gustó? Más o menos, balbucea. Es como la carta de un suicida, dice. Algo confusa, diletante, ambigua, esquiva. Por Dios, me quejo, no sin amargura. Estás insultando a uno de mis profetas literarios más amados. Sorry, baby, me dice, como si aún estuviera en Illinois.

Pero suelta una perorata contra el cucho. Hoy en día, Ernest Hemingway sería un macho alfa impresentable, dice. No se bañaba casi nunca. Masticaba ajo y cebolla. Bebía mojitos como si fuera agua carbonatada. Se trenzaba a puñetazos con cualquiera que no le cayera bien. Isabel mueve el dedito índice de la mano derecha a cada señalamiento. Amaba las corridas de toros... La tortura, ni arte ni cultura, la interrumpo antes de que me acuse de un pecado que solo he cometido una vez en mi vida.

Además, digo yo, le gustaban las peleas de boxeo y la pesca deportiva. Isabel gruñe indispuesta. ¿Pesca deportiva? ¿Matar tiburones por el gusto o placer de matar animalitos? ¡Un bruto! ¡Un salvaje! Una cosa es la vida de un artista y otra muy distinta es su obra, intento defender a Papa Hemingway. Eso es filosofía barata: una despreciable apología del patriarcado. Suspiro o resoplo: hago caso omiso a las espinas: no voy a pelear con la rosa de mi vida. Pero no negarás que el capítulo en que David, el segundo hijo de Thomas Hudson, pesca un enorme pez espada es magistral. Hm, no está mal. ¿Y la caza del submarino nazi alemán? ¿Ah?

Isabel se muerde los labios. Bueno, concede al fin. Escribía muy bien: usaba esa vaina rara de la punta del iceberg. En un buen texto, digo, las cosas que se ven o aprecian son apenas una octava parte de las que subyacen debajo de las aguas de la narración. Cierto, vuelve a conceder Isabel. ¡Pero fue un mujeriego asqueroso! ¡Un depredador sexual! ¿Y eso qué tiene que ver con Islas a la deriva? Ay, no, qué pereza contigo. Eres un machista. Y de los peores, de los que se hacen pasar por antimachistas, feministas de afiche. ¡Gas! Cierra el bolso, voltea la cara y se va sin despedirse. Ah, las vacaciones. ¿Qué tal que le hubiera contado que Hemingway adoraba las armas, comenzando por la escopeta de dos cañones con los que se voló la cabeza? Un tiro irreversible, como todos los balazos de este mundo.

Rabito: “El talento está en uno mismo, en el corazón, en la cabeza, en cada partícula del ser. Y la artesanía también; no es solo un conjunto de herramientas que hay que aprender a manejar”. Ernest Hemingway. Islas a la deriva, 1970.

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