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Papá Hemingway que no estás en los cielos

Esteban Carlos Mejía

13 de marzo de 2020 - 10:15 a. m.

Si Ernest Hemingway, nobel de Literatura 1954, viviera hoy, sin duda sería el chucho de las redes sociales. Machista. Cazador de leopardos. Pescador de tiburones. Mujeriego infame. Borracho inmundo. Boxeador callejero. Suicida. Escritorazo.

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No sé por dónde empezar. Hemingway pesaba 99 kilos y medía un metro con 83 centímetros, todo un fardo de carne. Se bañaba una vez por semana: prefería la mugre y el mal olor acumulados en correrías, aventuras o expediciones por África, Francia, España o Cuba. En un bolsillo de su chaquetón llevaba una cebolla cabezona o cebolla de huevo que mordía con frecuencia para perfumar el aliento a tabaco y encubrir el tufo a ron. Bebía como un cosaco o como una cuba (sic). Nadie en La Bodeguita del Medio, su bar preferido en La Habana, fue capaz de ganarle en la ingesta (sic, otra vez) de mojitos. Tampoco se afeitaba y hasta creo que no se cortaba las uñas. Greñudo, barbuchas, soez, petulante, fanfarrón, ojiazul, seducía a las mujeres que le gustaban, y casi todas le gustaban, desde la actriz Greta Garbo hasta la inmejorable corresponsal de guerra Martha Gellhorn, con quien se casó y vivió una borrascosa relación de amor, desapego y odio. Era de izquierdas, y en la guerra civil española participó como enviado especial de algunos periódicos estadounidenses o como combatiente de las Brigadas Internacionales a favor de la República.

Adoraba las escopetas. Sus safaris concluían casi siempre con la muerte de elefantes, leones o rinocerontes. Una vez la avioneta en que iba para el Kilimanjaro se estrelló en las lomas del volcán y lo dieron por muerto. Al creerlo ido, sus malquerientes despotricaron contra él y lo mandaron a los quintos infiernos. Cuando reapareció salvo y mal herido, a muchos de sus críticos se los tragó la tierra. Pescador en el golfo de México, batía récords con la captura de enormes peces espada que exhibía en su bote Pilar, con el que también cazaba o pescaba submarinos nazis en las islas del Gulf Stream. Para acabar de ajustar, era fanático de las corridas de toros y del boxeo, propio o ajeno.

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Un asco de hombre, según los parámetros contemporáneos de lo políticamente correcto. A cambio, escribía como un querubín. Sus escritos recrearon ambientes profundamente humanos. Su novela Por quién doblan las campanas es una elegía al amor y a la fraternidad y a la vida misma con personajes casi tangibles: Robert Jordan, Pilar, María, Pablo, Anselmo. El viejo y el mar, una joya de novela breve, todavía resuena por la solidez estructural y la calidad de la narración, gracias a las peripecias de Santiago en su bote de malhadada ventura. Sus cuentos son imperdibles. Los asesinos o Las nieves del Kilimanjaro, entre otros, son ejemplos de su teoría de la punta del iceberg, que inclusive funciona bajo la tiranía de los 140 caracteres de Twitter o la lectura literal de los millennials y otras plagas.

Ahora está de moda repudiar las obras de una persona por culpa de su conducta (casos Woody Allen o Roman Polanski). Yo me pregunto si eso vale la pena. ¿A quién le importa hoy si Espartaco, liberador de los gladiadores romanos, tenía mal aliento? A la hora de la verdad, ¿qué pesa más? ¿La obra de un autor o su vida íntima o privada?

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Rabito: “Vivir era un caballo entre las piernas y una carabina al hombro, y una colina, y un valle, y un arroyo bordeado de árboles, y el otro lado del valle con otras colinas a lo lejos”. Ernest Hemingway. Por quién doblan las campanas, 1940.

@EstebanCarlosM

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