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Uribe es patético. Corrijo: el excelentísimo Señor Presidente Eterno, Álvaro Uribe Vélez, es patético. Dice el Diccionario de la lengua española (DLE) que la palabra “patético” tiene dos acepciones: “1. adj. Que conmueve profundamente o causa un gran dolor o tristeza. 2. adj. Penoso, lamentable o ridículo”. En mi opinión, Su Señoría es patético en ambos significados.
Lo confieso: a mí antes me daba asco, todo Él, ideas, carnitas, huesitos. Pero aquí y ahora me “causa un gran dolor o tristeza” este pobre hombrecillo, “el loco del pueblo con un palo”, según la feliz definición del cineasta Javier Mejía. Me da lástima, la neta. Compasión plena. Dioses o demonios lo socorran en el crepúsculo de su opaca existencia. De esquina en esquina, dando “puñitos COVID” y repartiendo volantes pueriles en los que con descaro nos previene contra las tiranías. Él, Cojón de Oro del Casanare, Gran Colombiano de un canal de pacotilla que confunde historietas con Historia. Él, demiurgo de los llamados “falsos positivos” para “darles duro a esos bandidos”. Él, inspirador del Estado de opinión y compositor del “le voy a dar en la cara, marica”, advirtiéndonos sobre autoritarismos. Por favor, ¡no nos crea imbéciles, Señoría!
Víctima de su invento, cayó en el trasmallo de sus propios embustes. Se creyó único, fundamental, intocable. En vez de retirarse con los honores de una nación embelesada ante sus fake news, escogió la viudez del Poder: creerse imprescindible. “Penoso, lamentable o ridículo”. Con una zalamería que debe de avergonzar a la mismísima Santa Filósofa de El Ubérrimo, “doña” Lina Moreno. Pobre man.
Tan mentiroso que hace poco aseguró que no había dicho ni una mentira en toda su vida. ¡Joder y jolines!, dicho al modo de los chapetones del grito de Independencia. Yo tendría que volver a leer los cuatro evangelios para verificar cada palabra del hijo del carpintero, pero me atrevo a suponer que hasta el decentísimo Jesús Cristo se echó una que otra mentirita piadosa en su vida de predicador ambulante. Porque los seres humanos mentimos casi por naturaleza, o sea, por miedo, codicia o lujuria. Menos Él, claro, San Antoñito de Tomás Carrasquilla, avivato, solapado, engañabobos. Y bobas, como las cien que, de acuerdo a sus ingenuos cálculos de galán de vereda, le gritaban: “Yo te amo”, mientras decenas de ciudadanos lo increpaban, en cambio, con el ya clásico: “¡Uribe, paraco, el pueblo está berraco!”. O con el cosmopolita: “¡Uribe, paraco hachepé!”.
Pobre fulano. Fulanito. Da lástima, da pesar, da vergüenza ajena. Agarrado a los gritos con quienes no lo quieren ni ver en pintura, se pasa horas y horas tanteando las sombras en búsqueda del “ayer de besos que pasó y no existe”, a lo Vitín Avilés. Lárguese ya, Su Señoría. Váyase a capar novillos en El Ubérrimo o a pensar en los huevos del gallo en su casa por cárcel. ¡Piérdase! Déjenos en paz. Por lo que más quiera. No diga ni haga más pendejadas. ¡Váyase a la mierda!
Rabito: “Qué carajo, si al fin y al cabo cuando yo me muera volverán los políticos a repartirse esta vaina como en los tiempos de los godos, ya lo verán, decía, se volverán a repartir todo entre los curas, los gringos y los ricos, y nada para los pobres, por supuesto, porque esos estarán siempre tan jodidos que el día en que la mierda tenga algún valor los pobres nacerán sin culo”. Gabriel García Márquez. El otoño del patriarca,
