Parece una maldición. Algunos por instinto natural y otros por servidumbre cultural, tendemos a fijarnos primero en lo que nos falta y después, mucho más tarde, en lo que tenemos. O nos sobra. Codiciamos la elegancia del carro del vecino, la opulencia de su billetera, las curvas de su esposa. Nos embobamos por conseguir lo que no poseemos. Y así se nos va la vida.
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Hace ya casi 2.000 años prosperó un escritor que, según sus propias palabras, se dedicó “a la ficción de un modo mucho más descarado que los demás”. Se llamaba Luciano y vivió en Samosata o Samósata, cuyas ruinas duermen hoy bajo las aguas del embalse de Atatürk, en el río Éufrates, en Turquía. Fue uno de los primeros humoristas en la historia de la literatura. Viajaba y daba conferencias. Odiaba “a los impostores, pícaros, embusteros y soberbios y a toda la raza de los malvados, que son innumerables”. Amaba “la belleza, la verdad, la sencillez y cuanto merece ser amado”.
Su relato Historia verdadera es una anticipación feliz de lo que con el paso de los siglos se llamaría ciencia ficción. Y no es menos feminista que cualquiera de los recuerdos o posts de Chimamanda Ngozi Adichie. Luciano narra un viaje a la Luna en un barco arrastrado por una tromba de agua. Allí ve o descubre a los selenitas. No tienen ano, hilan metales y vidrio para hacer vestidos, beben zumo de aire, se quitan y ponen los ojos a su antojo. Y lo más asombroso: los hombres se embarazan y dan a luz en vez de las mujeres. Obvio: los varones se casan entre sí. Para evitar que lo apedrearan, supongo, advirtió que escribía sobre lo que no vio ni comprobó, ni supo por otros. “Escribo acerca de lo que no existe en absoluto ni tiene fundamento para existir. Por lo tanto, los que me lean no deben creerme en absoluto”. Nunca le he hecho caso a esa advertencia. Todo es ficción, mientras no se demuestre lo contrario.
De su extensa y casi inabarcable obra, hay una frase formidable que ha resonado en mi vida como el eco de un sonar: “Algunos no ven la rosa, pero examinan con atención las espinas del tallo”. O dicho a manera de eslogan: “Primero la rosa, después las espinas”. Es una amonestación milenaria contra la cultura de la carencia. Nos educan (nos maleducan) en una idiosincrasia que privilegia lo faltante. En vez de apreciar y usar lo que tenemos, preferimos lo que no hay. Utopistas menos bucólicos que Luciano han luchado también contra esta creencia. Mao Zedong, por ejemplo, con la Gran Revolución Cultural Proletaria (1966-1976) quería cambiar la naturaleza humana, ni más ni menos. Erradicar la codicia de nuestras almas, entre otras nimiedades. Y Ernesto Che Guevara trajinó el concepto de Hombre Nuevo: seres más atentos a lo colectivo que a lo individual. Ambos fracasaron a costa de muerte, dolor y pobreza para millones.
Por eso la idea de Luciano me parece más inteligente, seductora y viable. Primero ver la rosa y después examinar las espinas. Aceptar lo que tenenos y después revisar lo que nos falta. Eso ayuda. A mí me ha servido, la neta. Aunque tengo un rabo de paja del tamaño de una central hidroeléctrica: Uribe. (Imaginar aquí un emoticón de carita a las carcajadas). ¡Luciano de Samosata me perdone!
Rabillo: Defino el Hay Festival Medellín-Jericó-Cartagena 2019 en una palabra: magnífico.
Rabico: El sueño de todo vago: leer Historia de mi vida, de Giacomo Casanova, y los cuatro tomos de Luciano.