Hace unos 30 años, Jean-Claude Romand era un prestigioso médico en los alrededores de Ferney-Voltaire, comunidad francesa limítrofe con Ginebra, Suiza. Trabajaba como investigador en la Organización Mundial de la Salud, viajaba con frecuencia, asistía a múltiples eventos profesionales. Tenía mujer y dos hijos chiquitos, menores de cinco años. Gastaba sin escrúpulos. Sus pocos amigos lo querían, respetaban sus opiniones, gustos o manías, o lo veían como un héroe, el fulano que con pasión y método realiza sus sueños.
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Pues bien, el 9 de enero de 1993, Jean-Claude, poseído quizás por el adversario (Satán o Satanás) mató a su mujer, sus hijos, sus padres e intentó suicidarse poniéndole fuego a su casa. Sobrevivió a las llamas. En menos de dos días, la policía descubrió que el doctor Romand no era nada de lo que decía ser. No médico. Ni siquiera pasó del segundo semestre de Medicina. No alto funcionario de la OMS. No viajero internacional. No un tipo pudiente. Vivía de la plata que estafaba a sus allegados, “llegando a vender a precio de oro medicamentos falsos contra el cáncer e inversiones en Suiza”. En tres palabras, un mentiroso compulsivo. Desde los 18 años, cuando por trivialidades de la vida perdió un examen en la universidad, se dedicó con asombrosa tenacidad a mentir sobre su vida, emociones, sentimientos o creencias hasta crear(se) una personalidad conforme con sus fantasías postadolescentes.
Su crimen horrorizó a Francia. Y su juicio la espantó aún más. ¿Por qué lo hizo? ¿De dónde salió este monstruo? ¿Cómo nadie se dio cuenta de lo que era en realidad? ¿Qué vamos a hacer con él? En 1996 lo condenaron a cadena perpetua. Por su buen comportamiento le redujeron la pena y lo trasladaron a la abadía de Notre-Dame de Fontgombault, monasterio benedictino del siglo XI. Allí Jean-Claude, al parecer, consiguió escapar a las maledicencias del adversario, y ahora, a sus 71 añitos de edad, vive bajo libertad condicional en Indre, departamento al centro de Francia. ¡Oh, gajes de la libertad, igualdad y fraternidad!
¿Cómo me enteré de estas vicisitudes de la vida ordinaria? Pues leyendo una espeluznante novela de no ficción, El adversario (L’Adversaire), de Emmanuel Carrèrre, Anagrama, 2000–2024. Una novela de no ficción narra sucesos reales mediante técnicas narrativas de ficción. Es un subgénero muy atrevido, complejo de hacer, casi macabro, curioso o inquietante. Carrèrre es un experto, por favor, un maestro en estas obras. Son libros en los que las metáforas no tienen mayor influencia. La soledad y la introspección reinan en cada página, “la soledad más sola”, descifrando el alma humana sin caridad ni esperanza. No soy spoiler, no les digo más.
Algunos sostienen que, en las Américas, Truman Capote inventó la novela de no ficción con A sangre fría (In Cold Blood), publicada en 1966, tras más de siete años de pesquisas. No quiero ser aguafiestas (¡Capote es uno de mis profetas!), pero Operación Masacre, del argentino Rodolfo Walsh, apareció primero en 1957, un libro en el que, según Leonardo Padura, el autor “investiga, descubre, devela, mientras escribe, los pormenores de un asesinato político sin culpables condenados”. Ahora con Carrèrre, la novela de no ficción vuelve a las cumbres de Capote y/o Rodolfo Walsh. ¡Eso es!
Rabito: “¡Ay de mí qué tormento!
¡ay de mí qué fatiga!
¡qué soledad tan sola!
¡qué orfandad tan desierta y tan esquiva!”
Francisco Álvarez de Velasco y Zorrilla (Bogotá, 1647 – Madrid, 1704)