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¿Ya conté que mi amiga Isabel Barragán jamás se maquilla? Cara lavada a toda hora. Los ojos verde botella resplandecen en su semblante acaramelado por el sol. Sé que a otras mujeres este tip de belleza, no maquillarse ni bajo amenaza de selfi, las sulfura hasta la histeria. Yo veo, miro y reparo, a lo Saramago. Y doy gracias al azar por bendecirme con su amistad. “Mucha mamacita pa’ mí solo”, pienso y trago saliva con disimulo.
“Acabo de leer una joya”, pestañea, abre el bolso Gucci y saca La escuela de música, de Pablo Montoya, Literatura Random House, abril de 2018. “Es su libro más autobiográfico, según confiesa el propio autor en una nota al final del texto”. “Por ahí dicen que todas las novelas son autobiográficas”, digo. “Aquí se trata de lo que los hermeneutas literarios llaman Bildungsroman, novela de formación”, replica. “Narra la juventud de Pedro Cadavid, un buen muchacho de Medellín que se va a estudiar música a la escuela del maestro Javier Zabala, en Tunja”. Isabel habla de los personajes. “Es una panoplia de gente ingenua o pragmática, vencida o a punto de caer. La música —la música artística, valga la aclaración— es la buganvilia que lo abraza todo: historia, literatura, filosofía, amor, sexo: la vida”.
Isabel me explica que tres obras corales definen los momentos cruciales en la formación del protagonista, desde su llegada a la muy noble y leal ciudad hasta el tedio, pasando por las vicisitudes de un aprendiz con “musgo en los oídos”. “Primero cantan Carmina Burana, de Carl Orff, «una invitación al desafuero», como dice Cadavid. Comamos, bebamos y follemos que luego moriremos”, se emociona Isabel. “Hágale, pues”, y le pico un ojo. “Después montan Canto general, de Pablo Neruda y Mikis Theodorakis, una obra netamente popular y antifascista. Y, por último, cuando la narcoviolencia paramilitar de izquierda y derecha se adueña del país, cantan el Requiem, de Hector Berlioz”. Isabel suspira: “Es uno de los capítulos más conmovedores y hermosos de la novela. Comparable tan solo a la historia de Leonardo, el inexistente genio musical que por unos instantes ilusiona hasta a los menos ilusos, Zabala a la cabeza. Ese Pablito escribe sobre lo que sabe y nada es artificioso”.
“Así es”, digo yo y agrego: “Con Pablo Montoya pasa en literatura lo mismo que con Humberto de la Calle y Carlos Gaviria en política”. “¿O sea?”, se incomoda Isabel, que va a votar en blanco. “Colombia les queda chiquita”. “¿O sea?”, insiste. “Son más grandes que este país de fanáticos y rezanderos”. “¿Pablo Montoya es amigo tuyo, cierto?”, revira, insolente. “Ajá”. “Con razón”. “¿Con razón, qué?”. “Tu admiración por él”. “Oigan a esta. Una cosa es la obra y otra muy distinta el autor”. Le saco la lengua: “¡Usted a mí no me bravea, señor!”. También me enfurrusco. Agarro el libro. “Oiga bien lo que dice la última frase del libro: «Solo he procurado ser veraz en el angosto y a la vez amplísimo ámbito de la literatura». ¿Sabe por qué? Porque «a fin de cuentas, no hay nada particularmente profundo en la realidad», como afirma William Faulkner en Mistral. ¿Entiendes, Méndez, o te explico, Federico?”. Por primera vez en años, Isabel Barragán se queda viendo un chispero. Su carita lavada centellea con asombro. Sonrío y repito mi mantra: “Mucha mamacita”.
Rabito. No volveré a opinar de política. Vivo en Medellín y mi vocación de mártir es nula. Me dedicaré a hablar de Literatura y otras frivolidades. Denme comprensión.
