El escritor brasileño Rubem Fonseca cumplió 91 años en mayo pasado. Los celebró con un nuevo libro, 'Histórias curtas', casi 40 cuentos sobre sus temas recurrentes: la pornografía (con amor o por follar nomás), el crimen, la injusticia social, la literatura.
Son historias cortas, tres o cuatro páginas, con la destreza de toda una vida: síntesis, fluidez narrativa, desparpajo ético, diálogos impecables. Y un asunto nuevo: la decadencia fisiológica, el olvido, el no futuro de la vejez.
En los últimos cinco años, Rubem ha publicado cuatro colecciones de cuentos, con críticas atroces y ventas aún más feroces. Nada lo incomoda. En 1976 la policía federal brasileña, por orden del Ministerio de Justicia, recogió Feliz año nuevo, una de sus mejores creaciones. Recordando que en una vida anterior había sido abogado, peleó durante 12 años contra prejuicios y bobadas. Un beato, el senador Dinarte Martiz, pidió cárcel, aunque admitió que él, congresista y todo, no había leído “ni una página”. Otro, el ministro Armando Falcao, leyó “muy poco, tal vez unas seis palabras, y eso bastó” para censurar un trabajo medular en la literatura brasileña.
Rubem se desquitó con honestidad y modestia: en 1979 sacó El cobrador, el más brutal y descarnado de sus libros. Debo decir que a mí me dominan los cuentos de Rubem y sus novelas me hacen levitar. Leerlas (y releerlas) es un placer inmarcesible, como la gloria del himno nacional. Por ejemplo, en Bufo & Spallanzani (traducida al español como Pasado negro) brilla con todo su esplendor su pericia para crear personajes inolvidables. El protagonista es el escritor Gustavo Flavio (llamado así en honor a Gustave Flaubert), mulato pedante, mulato pernóstico, en portugués, gordo, descarriado por el sexo y muy solvente en su oficio. A él se debe esta joya, que suscribo al pie de la letra: “El escritor debe ser esencialmente un subversivo, y su lenguaje no puede ser ni el lenguaje mistificador del político (y del educador), ni el represivo del gobernante. Nuestro lenguaje debe ser el del no-conformismo, el de la no-falsedad, el de la no-opresión. No queremos poner orden en el caos, como suponen algunos teóricos, ni siquiera hacer el caos comprensible. Dudamos de todo siempre, incluso de la lógica. El escritor tiene que ser escéptico. Tiene que estar contra la moral y las buenas costumbres. Propercio puede haber tenido el pudor de contar ciertas cosas que sus ojos vieron, pero sabía que la poesía busca su mejor materia en las ‘malas costumbres’ (véase Paul Veyne). La poesía, el arte en fin, trasciende los criterios de utilidad y nocividad, incluso los de comprensibilidad. Todo lenguaje muy inteligente es mentiroso”. Y a renglón seguido, añade: “Estoy diciendo esto hoy, pero no aseguro que dentro de un mes crea aún en esta o en cualquier otra afirmación, pues tengo la buena cualidad de la incoherencia”. Oh, dioses y demonios, esto es música para mis oídos: “la buena cualidad de la incoherencia”.
Lástima. No me alcanzó para hablar de otra memorable criatura de Rubem: el doctor Paulo Méndes, alias Mandrake, abogado criminalista, inteligente y mujeriego, valga la redundancia. Ya volveré, porque Rubem Fonseca es mi profeta, mi guía, el gran arquitecto de mi universo literario. Rubem, Rubem, Rubem.
Rabito: Uribe ni raja ni presta el hacha. Solo quiere trabajar y trabajar y trabajar… en su venganza. ¡Poco hombre!