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Rubem y la buena cualidad de la incoherencia

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Esteban Carlos Mejía
30 de julio de 2016 - 02:37 a. m.
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Llega agosto y Medallo se alborota. Mi amiga Isabel Barragán, flor de flores, es una rosa sin espinas.

Vamos de shopping a Santafé Medellín. Bueno, ella va de shopping, de tienda en tienda, un gadget aquí, unos zapatos allá. “Por plata no te preocupes”, me explica, no sin descaro, “que plata no hay”. Nano, su marido, ganadero de nueva generación, paga las cuentas. “Así es muy fácil”, me quejo en voz baja.

“Supe que escribiste una columna sobre Rubem Fonseca”, dice. “Y no me contaste”. “¿A ti te gusta Rubem?”, le pregunto. “Por favor”, protesta. “Si no te conociera a ti, mi amigo imaginario sería Mandrake”. Me resigno: “Gracias por la flor, aunque marchita”. Y entonces Isabel, Isa Bella, se pone a hablar de la criatura más sólida, convincente e inolvidable de Fonseca, el doctor Paulo Mendes.

“Mandrake apareció por primera vez en El caso de F. A., un cuento del libro Lúcia McCartney, de 1967”, me instruye. “Es un abogado criminalista de Río de Janeiro, sagaz, intrépido, de amores breves pero fulminantes, infiel y leal, como tantos varones en este mundo que está lleno de duras razones”. Me muerdo los labios: ahora estamos en una panadería, templo pagano del gluten, mi antidios personal. “Un cínico”, digo, algo resentido. Me corrige: “Solo es un hombre que ha perdido la inocencia”.

Más celos me dan: “Ama a cualquier mujer que se vaya a la cama con él.”. “Es verdad”, acepta con nobleza, hace un puchero y después cita de memoria al maldito, en un cuento de El Cobrador, de 1979: “Tengo un alma de sultán de las mil y una noches; cuando era niño me enamoraba y me pasaba las noches llorando de amor, por lo menos una vez al mes. Ya de adolescente, empecé a dedicar mi vida a tirarme mujeres. Las hijas de mis amigos, las mujeres de mis amigos, las conocidas y las desconocidas, lo que fuera, solamente no me cogí a mi madre”. “¿Y eso te parece muy bonito?”, me desconsuelo. “Es la vida de él, no la mía”, dice con ají. “No le gustan las mujeres quemadas por el sol”, replico con saña. Otro puchero: “¿Algún problema con mi bronceado?”

Las bolsas del shopping estorban como un diablo. Le sugiero que la mejor aparición de Mandrake es en la novela El gran arte, de 1983. “Una novelota”, dice. “¿Novelata?” “Novelota”, me confirma. “Las familias ricas tienen secretos inviolables”, dice de pronto con tonillo de ironía, “rostros secretos, complicidades sombrías. Y en esa obra está el retrato de la familia Barros Lima, con sus deterioros, artimañas, riquezas y putrefacción”. “La historia actual de Brasil”, digo, “puede resumirse en estas palabras: poder desenfrenado, miedo, estupidez y corrupción”. “¡Wow!”, se burla. “Parece un tuit. ¿Es tuyo?”. Ahora soy yo el que hace pucheros, muy serio: “Es una acotación de Rubem en El gran arte”.

“A propósito, ¿sabes por qué la novela se llama así?” Me quedo callado. “Mucho antes de Cristo había en Grecia un poeta que decía: tengo un gran arte: hiero duramente a aquellos que me hieren. Mi arte es aún más grande: quiero a aquellos que me quieren”, dice. “¡Wow!”, me desquito. “¿Eso es tuyo?” “No seas pendejo, Mejía. Es puro y legítimo Rubem Fonseca”. “Gloria al Creador”, digo, y no queda claro si me refiero a algún diosecillo nativo o a Rubem, Rubem, Rubem, profeta laico de la buena cualidad de la incoherencia.

Rabito: Preguntica retórica: ¿por qué Uribe se opone al desarme de las FARC? Respuesta: Porque sin FARC al Paupérrimo no le queda más camino que irse a vegetar a El Ubérrimo.

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