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En mayo de 1968 estalló en París una sublevación hippie maoísta. Estudiantes de la universidad de La Sorbonne se declararon en huelga, saltaron a la calle, apilaron adoquines, levantaron barricadas y se dedicaron a joderle la paciencia al obsoleto general Charles de Gaulle, leyenda de la Segunda Guerra Mundial y presidente de Francia. “Prohibido prohibir. ¡La imaginación al poder! Seamos realistas, pidamos lo imposible. Hagamos el amor y no la guerra”. Miles de proletarios siguieron los pasos de los iconoclastas. “Mon Dieu”, se espantó el viejito. “Se volaron todos los demonios”.
Aquí y ahora, en Colombia, mayo de 2021, también se soltaron los diablos. Este paro no es una insurrección, ni mucho menos. Es una revuelta popular, una insubordinación espontánea de millares de inconformes e indignados. Multitudinarias marchas en paz, plantones, velatones, motines con una incipiente organización de combate. Es la rebelión de la Primera Línea. Los portavoces del Poder sólo recalcan la virulencia de unos poquísimos vándalos y gamberros, como si protestar en este país fuera una procesión del Sagrado Corazón de Jesús o una romería a la Virgen de Chiquinquirá. “Hacer la revolución no es ofrecer un banquete, ni escribir una obra, ni pintar un cuadro o hacer un bordado; no puede ser tan elegante, tan pausada y fina, tan apacible, amable, cortés, moderada y magnánima”, dijo Mao Zedong hace ya casi un siglo. Y eso que lo nuestro no es una revolución sino un movimiento de desobediencia, materialización de la resistencia civil que el canalla Uribe y sus pazguatos pretendieron cooptar en 2016.
Van ganando los revoltosos. Tumbaron la reforma tributaria. Tumbaron la reforma de salud. Tumbaron dos ministros. Lograron matrículas universitarias gratuitas. Exigen la reforma de la Policía. Tienen el respaldo de las mayorías del pueblo, desde curas y jerarcas de la Iglesia católica (monseñor Darío Monsalve o el padre Francisco de Roux) hasta industriales con conciencia social, no socialista (Mauricio Armitage y otros).
La autodenominada “gente de bien” se ufana de dar empleo: “Nosotros producimos, no paramos”. ¿Dan empleo? No. Alquilan fuerza de trabajo de personas sin capital y la pagan mal. No son monjitas de la caridad ni querubines del séptimo cielo. Cacarean con el pago de impuestos a un Estado inviable, corrupto, vetusto. Viven aislados en sus burbujas y echan la culpa de todo a la pobrería, en vez de responsabilizar al mal gobierno o al sistema o al neoliberalismo rampante.
No valoran ni respetan a los de abajo. A pie juntillas creen que los pobres son pobres porque quieren serlo o por perezosos, vagos, brutos. Creen que los riquitos tienen derechos y los demás no. Jamás han entendido que “es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja que hacer que un rico entre en el reino de los cielos”. Ni entenderán. Les falta empatía, bondad, inteligencia.
Cuando dejan sus mansiones de mármol, salen a disparar y a matar, a quebrar indios, ñeros, pobretones, gente maluca y fea y zarrapastrosa. A mí, esos tales “colombianos de bien” me dan grima. Cada vez están más solos, sin brújula ni líderes. Porque no hay palabras para describir la torpeza política de Iván Duque. Es un títere, una mascota, un cascarón vacío, desconectado de la realidad real y de la realidad virtual: no lee trinos, ni los del mismísimo Patrón del Paupérrimo. Va de mal en peor. Y los diablos andan sueltos.
