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Yo colonizo, tú me expropias…

Esteban Carlos Mejía

03 de junio de 2016 - 03:19 p. m.

Cuando yo era chiquito le oí decir a un antropólogo que la colonización antioqueña solo había dejado putas y maricas en Caldas, Risaralda y Quindío, esa comarca que los grecoquimbayas aún llaman con melancolía el Viejo Caldas.

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¿Me escandalicé? No creo. ¿Para qué? Lo poco que había leído sobre ese acontecimiento estaba enrarecido por loas, cantos y salves al “hacha que mis mayores me dejaron por herencia”, a la marrulla de los paisas y a “la segunda trinidad bendita”: frisoles, mazamorra, arepa. Gracias a los dioses sobrevivimos a tanto embeleco.

Tuvo que aparecer 1851, de Octavio Escobar Giraldo (ediciones Desde Abajo, abril de 2016), para que las cosas cambiaran y mi percepción sobre arrieros y campesinos de esa época se trastocara de fastidio y displicencia en admiración y respeto. 1851 es un folletín de cabo roto, al estilo de los versos de cabo roto que tanto hechizaban a don Quijote, narrado en entregas mensuales de septiembre de 1850 a septiembre de 1851, un año de travesías, desapegos, mulas, contrabando y peleas a machete.

El protagonista es Juan Escobar, un muchacho de Abejorral, Antioquia, que marcha hacia el sur, a Salamina, en busca del fulgor de la riqueza. Mes a mes nos vamos enterando de la zozobra de lo desconocido, desde la ilusión de las minas de oro en las montañas de Pácora y Marmato hasta la guerra conservadora contra el gobierno liberal (¿socialistoide?) de José Hilario López, pasando por el adulterio contenido pero avasallador de Juan y Serafina. La vida de Juan, con su misteriosa desaparición al final de la novela, es el pretexto de Octavio Escobar para reinventar y reescribir la colonización antioqueña sin candor ni folclorismos

Ahora bien, para ciertas personitas que conozco, toda novela que no mencione a Bogotá es una novela local, provinciana, costumbrista, difícil de vender, lo peor de lo peorcito. En cambio, cualquier novela que hable de Chapinero, Rosales o el Bronx es universal, cosmopolita, trascendental, best seller en ciernes, lo mejorcito de lo mejor. Ocurre que 1851 no es costumbrista. Es una provocación a las almas cándidas de Manizales y una incitación al rencor de las demás provincias de Colombia, incluyendo a Tuluá, Envigado y Macondo.

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Además, es una novela seria, muy seria, repleta de ironías, digresiones históricas, literarias y botánicas, rigurosa, para hacernos ver que el tiempo parece haberse momificado. Los crímenes, injusticias y engaños de la Concesión Aranzazu, a mediados del siglo XIX, en nada desmerecen de los delitos, abusos y artimañas de la restitución de tierras en los montes de María, ahora, en 2016, más de 160 años después de los sucesos de 1851. Y viceversa. Entonces: honor a la valentía y a la clarividencia de Octavio Escobar. ¡Que siga escribiendo así!

Rabito: “Yo quiero que el rico y el pobre, el perezoso y el trabajador, el ignorante y el sabio, el hombre de bien y el perdulario, no estén sometidos a un nivel oprobioso e injusto, en sus relaciones individuales. Pero quiero también que los monopolios no existan para que el pobre pueda trabajar como el rico, y éste es el socialismo. Hoy veo que nuestro gobierno mantiene exclusivamente el culto católico; y como veo que esto establece una desigualdad entre los granadinos de distintas religiones, quiero que el gobierno las proteja todas sin mantener ninguna especialmente: esa es la igualdad de las conciencias, el socialismo”. José María Samper, El Neogranadino, 7 de junio de 1850.

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